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La Antesala de los Sabios Desvaríos de la Divina Locura
Salí de mi casa marchando con rapidez, y en cuanto abandoné mi calle, la heroica capa de frescura me fue arrancada de mis hombros triunfales por una ráfaga de viento frío. Seguía caminando y las calles se tornaban más lúgubres, las casas aunque seguían viéndose como casas, me daba la impresión inconsciente de que eran bestias mitológicas de miles de año, durmientes, como si siempre hubieran estado ahí. La luz del cielo de las 3:40 AM era de un azul marino profundo, muy profundo. De un azul que se había engullido la oscuridad con todo y sol, luna y estrellas.
Llegué
hacia la avenida, principal, y no había rastro alguno de automóviles o alma
humana o animal. Esperé alrededor de 10 minutos, tranquilo, eso sí, sabiendo
que no sería presa de alucinaciones impertinentes. Me sentía en mi territorio.
Protegido por los firmes conocimientos y recuerdos de donde me encontraba, así
como por la familiaridad que ésta área de la ciudad, de mi colonia, emanaba.
Me
cansé de esperar, decidí seguir caminando. Sí, caminar sería bueno, a pesar de
haber pasado las últimas horas gateando caminando, trotando y corriendo.
Caminé
cosa de 10 minutos hasta que llegué a una intersección de avenidas y por fin
paso un taxi con música grupera a todo volumen. Paro a mi lado.
No fue
sino hasta que entré con toda naturalidad al automóvil, cuando me percaté de
que mis movimientos eran neuróticos e impulsivos, nerviosos, y que mi rostro
seguía desencajado, con los ojos muy abiertos, desorbitados, probablemente cada
uno mirando hacia direcciones distintas, como asegurándose de no encontrar
ninjas espías, el arribo de un helicóptero o avión bombardero.
El
taxista, un hombre obeso de mediana edad, de bigote mal-crecido, me miró con
algo de desconfianza, le bajo por completo al volumen de su música, la cual
parecía disfrutar hasta antes de mi ascenso al carro. Le pregunté sin dejar de
ver para todos lados (como si hubiese salido de una persecución) por el precio
del transporte hasta la colonia que le indiqué titubeante y con más variaciones
tonales en mi oración que las de un chino alcoholizado.
“40
pesos” me dijo, como sospechando que era yo un maníaco homicida o un dealer
recién salido de problemas que tenían que ver con torturas físicas y presencia
de descuartizamientos.
“Bien”
dije, tratando de simular naturalidad, relajamiento. Y el conductor se dirigió
a colonia señalada con su semblante reflejando seriedad, algo más que seriedad:
arrepentimiento.
Puso
en marcha el auto y viajamos en el más pesado e incómodo silencio, rodeado de
aires de desconfianza.
Me
recosté sobre el asiento, pero creo que se veía más que evidente que estaba
tratando de fingir compostura. Me volví a enderezar sobre el asiento, mientras
el taxista suspiraba hondo, como pidiéndole mentalmente que el extraño que
acababa de recoger no se le ocurriera sacar una pistola o una motosierra de su
mochila.
Permanecimos
en el auto en ese estado de incompatibilidad de compartimiento del
espacio-tiempo por 8 minutos recorriendo calles vacías, completamente vacías,
sin distorsión alguna – por fin – de sus propiedades visuales, no más colores
vibrantes, aumento o disminución de proporciones, nada. Al llegar a la avenida
donde estaba el Wal-Mart en el que poco más de media hora antes le había
suplicado al otro taxista que leyera y deletreara las letras de su
espectacular, se le ocurrió por fin al señor este, alivianar la tensión que se
estaba volviendo insoportable buscando algo de música clásica en la radio.
Cruzó
por mi mente que al taxista quizá le estuviera cruzando por su mente en ese
momento la visión profética de que recordaba que la música clásica era buena
para calmar bestias y que era la preferida de los asesinos seriales el
imaginario colectivo como Hannibal Lécter.
Solo
faltaba un pequeño trayecto por recorrer, trayecto que tomaría sólo un minuto,
un largo, tenso, artrítico, cáustico, estresante minuto.
Me
concentré para preparar mi más sublime actuación de calma, para el pronto
momento en que tendría que levantar mi dedo índice señalando la casa en donde
debía de aparcar. Ya estaba auspiciando que el conductor ante mi más mínimo
movimiento, frenaría de golpe, estallando en llanto, implorando que no le
matara: “¡No, por favor, se lo suplico, patrón, tengo esposa y tres hijos, por
favor, no me mate, llévese lo que quiera, mire, ochocientos pesos, es todo lo
que traigo, se lo juro, pero por favor,
no me mate, mire, mire, me tiro al suelo y beso sus pies, pero por favor,
déjeme vivir, por el amor de Dios, por la virgencita!”.
Así
que comencé a levantar mi mano lentamente, muy lentamente, como en cámara
lenta, a 20 segundos de que llegáramos a la casa del terror.
Tal
lentitud pareció preocupar, en efecto, al gordo bigotón, pero de inmediato le
dije “Sí, ahí en esa casa, junto a ese árbol está bien”
Y al
llegar, me bajé de inmediato, metí la mano en el bolsillo derecho del pantalón,
junté las monedas y comencé a contarlas “27-28-29-31-32 pesos... son cuarenta
pesos, ¿verdad? Espere un poco” y en cuanto metí mi mano al otro bolsillo para
sacar los pesos restantes, el taxista todo nervioso me dijo tartamudeando con
una amabilidad producto del miedo: “No, no, no, así está bien, así déjelo,
déjelo, que tenga una buena noche”. Y se fue de esa endemoniada calle a toda
prisa agradeciéndole a Jesús y a todos sus santos por un día más de vida.
Entré
a la casa encantada, que sabía que estaría abierta, sintiéndome como un héroe.
Sintiendo como si hubiera prevalecido la razón sobre la locura. El orden sobre
el caos.
No
me importaba en ese momento si encontraba a mi amiga revelando su forma final:
como un demonio tricéfalo, de ojos y cuernos de dragón de avernos, sentada en
su trono de cráneos de infantes, con dos machos cabríos negros enormes a sus
lados, cruzando la pierna, sosteniendo un cáliz con motivos de bebés
crucificados de cabeza, alzando su copa profiriendo con su triple voz: “Sabía
que regresarías… siempre lo hacen… ahora mi querido siervo, ya sabes qué
hacer”. Para yo enseguida, entrar sonriente en su pentáculo trazado con sangre
sobre el oscuro suelo, degollarme y verter mi sangre sobre dicho cáliz.
No,
no me importaba que sucediera eso. Ya había “vencido” a la ilusión última, y ya
no podía sorprenderme nada más.
Pero
no, ella se encontraba en el segundo piso, en su habitación. Podía escuchar
trinos de saxofones y convulsiones de baterías de acid jazz que estaba ella
escuchando a todo volumen.
En
cuanto puse el primer pie sobre la escalera-carrusel, la memoria celular de mi
cuerpo reaccionó, como sabiendo la importancia emocional que representaban
dichas escaleras en donde comprendí el principio kybaliónico de
correspondencia, ese que dice que tanto arriba es abajo como abajo es arriba. Suspiré
con aires de humilde grandeza y proseguí hacia la habitación donde había vivido
y comprendido también los otros seis principios universales Trismegistícos.
Abrí
la puerta sin ningún resquicio por donde se filtrara el miedo ¡Nunca más! Y lo
primero que vi fue sí, un concierto de Acid Jazz en el gran televisor de mi
amiga.
“Oh,
quita eso” le dije a mi amiga, esa cosa me pone ml ahorita. Ella sonrío de
verme de vuelta, tranquilizado, reaccionando a velocidades normales, de ser
humano, o de tortuga anciana. Obedeció de inmediato y quitó la música. “¿Hay
algo que quieras escuchar?” Me dijo dulcemente, con comprensión, como maestra
de kínder.
“No,
la verdad no. Cualquier cosa estaría bien. O bueno, no, no pongas jazz ahorita,
ni black metal, ni a Pink Floyd” le contesté.
Ella
río, y apago la tele.
“¿Tienes
hierba?” le pregunté, recordando el episodio psicótico del amigo y de los
espíritus del vicio manifestados.
“¿Qué?”
me contra-preguntó.
“Sí,
hierba, mota, de esa que tu amigo y tú estaban quemando hace rato” le dije,
sintiéndome ya el amo, El Puto Amo. El Puto Amo del Control Absoluto. Total que
ya había pasado por lo peor, ¿qué daño podría hacerme un cigarro de marihuana?
Ella
sonrío extrañada diciéndome que iría a ver si todavía había quedado algo. Era
una extraña decisión viniendo de mí, que estaba en contra de mis principios.
Pero en mi proyección mental, fumaría ese cigarrillo como un Hombre, como un
Hombre resurrecto y responsable, y no como un vago sucio desaseado desobligado
e irresponsable hippie que cree que el mundo es una burbuja rosa de perfección,
amor y paz.
La
acompañé hasta la sala, en donde aún el aire se sentía enrarecido, como despejándose
de una niebla materializada luego de contacto con os espíritus, o como si
recién se hubiera cerrado un vórtice de convergencias de distorsiones
espacio-temporales.
“Sí,
queda un poco” dijo mi amiga, mientras recogía unos restos que se encontraban
sobre un platito rectangular de color rojo.
Los
llevamos de vuelta a su recámara. Ella envolvió la hierba en el rollito de
papel y encendió los churritos. Dimos
profundas bocanadas, mantuvimos el humo dentro y lo soltamos como al estilo de
la tradición chamánica. Respiramos y volvimos a fumar, repitiendo el ritual, a
ritmos perfectamente sincronizados.
El desmadre festivo de las caricaturas
Sentí
la relajación, por fin, expandiéndose desde el centro de mi pecho hasta la
punta de mis pelos y de los dedos de mis pies. Fue lo que supongo sería la
liberación final o iluminación nirvánica de un heroinómano, muriendo por
sobredosis, sumergido en una bañera burbujeante llena de champagne.
“Oh,
sí” pensé, “esto es… por fin, tranquilidad” y añadí “vayamos a descansar”
seguido de nuestros cuerpos que respondieron autómatas a la instrucción.
Nos
recostamos en la cama, mientras le platicaba relajada pero apasionadamente
todas las aventuras y desventuras de la noche, acompasadas con risas suyas.
Ella
me acariciaba la cabeza, como la de un cachorro que había encontrado el camino
a casa luego de un angustiante extravío. Y era eso, un cachorro, y ella era la
dueña de mi tranquilidad en ese “ahora”. Ella y el humo de la planta por
excelencia de los jamaiquinos.
“Aaaaaaah”
que rico, que lindo se sentían sus dedos arando los campos de mi cráneo, eran
caricias de planta, brisas de primavera, olas de mar en verano. Sí. Ya la
tempestad se había terminado y ojo del huracán, no señor, esta vez no era calma
aparente, era auténtica. Todo el horror melodramático, toda la tragedia
existencialista se había transformado en comedia. Una comedia sana, necesaria.
Era la cosa más normal del mundo haber pasado por evento tan traumático
comparable a la de nacer. De renacer. Renacer victorioso como polluelo de ave
fénix, de sus cenizas de yoes carbonizados por las flamas calcinantes del fuego
neuronal.
Por
su parte, ella me platicó que, luego de haber buscado entre las calle junto con
su vecino, me había visto divagando introspectivamente, meditabundo,
concentrado, ensimismado, y que se le había ocurrido irrumpir el desvarío, pero
que su vecino la había hecho desistir para que no me diera un ataque de pánico.
Supuse que habían hecho bien, aunque no sé realmente cómo hubiese reaccionado
en ese momento. Me contaba un poco sobre sus experiencias personales del viaje
de esa noche y yo le medio complementaba con las mías “ah, sí, eso fue cuando
estabas en la regadera y te transformaste en la Diosa Hindú de la destrucción”,
“ah, sí, claro, el bellísimo momento en que conectamos nuestras mentes y corazones”
“Uff, no, eso fue terrible” “Ah, sí, eso fue muy gracioso, ¡jahaha!” y así.
Me
sentía tan agradecido por la calma, por la tranquilidad, por volver a ser yo,
por no ser ni ella, ni mis padres, ni mi hermana, ni nadie más. Agradecía por
mi existencia, por el momento, por no haber sido “Dios”. Fue cuando
verdaderamente medité en lo horrible que sería ser el Creador de los mundos,
del universo. El no poder inmolarse, el indescriptible peso de vivir
eternamente, de no encontrar una salida a la omnisciencia. Entendí que “Dios”
no quería verse a través de los ojos de sus criaturas, sino que nosotros
tuviéramos nuestra propia conciencia, nuestra propia identidad, nuestro Yo
auténtico. Que nos “creáramos” a nosotros mismos, que nos construyéramos y
recorriéramos los caminos que nuestro Gran y último Regalo, El libre albedrío,
nos indicase, pero siempre con amor y sabiduría. Intuía sin palabras que
Él/Eso, “Dios” quería que creciéramos, que maduramos, que nos convirtiéramos de
algún modo en seres independientes de Él, pero que le recordásemos como un
amoroso padre-madre. Tal como un padre quiere que sus hijos crezcan y sigan sus
propios caminos, siempre teniéndolo presente, yendo a su casa de vez en cuando
e invitándolo siempre a la nuestra. Algo así fue la fugaz concepción que tuve
mientras le platicaba tal cosa a mi amiga, antes de que surgiera una nueva
“revelación” ocurrente, propia del descenso de los efectos del LSD.
Pasaron
los minutos y yo seguía hablando y hablando con la mirada perdida en las
visiones del infinito. Le dije que sentía que se había reforzado mi idea de que
de ninguna manera “Dios” podía ser consciente todo el tiempo, que incluso “Él”
no podía escapar a “sus” propias leyes, que debía en algún momento, descansar,
dormir, y que cuándo “Él” dormía, toda la creación desaparecía, o que quizás
no, que no lo sabía, porque estaba viendo caricaturas apareciendo por la
recámara. Volteaba hacia los lados y había caricaturas de animales
antropomórficas en blanco y negro, al estilo de Félix el Gato, correteándose
por la habitación, riendo, tropezándose de la risa y demás. Para cuando retomé
el hilo ya estaba hablando de otra cosa totalmente distinta. Y así hasta que
probablemente pasó una hora, en la que ella retroalimentaba con pocas apalabras
todo el soliloquio mío, todo sin dejar de acariciar mis cabellos.
“Oye, caigo en cuenta ahora de que no he tomado nada desde hace varias horas… o meses, ¡jaha! Hace rato me vi en el espejo y parecía como que había perdido 20 kilos, estaba todo flaco, como anoréxico, ¿es eso posible? Si lo es, entonces ésta es la solución para las gordas que no logran bajar de peso y que juran que han intentado de todo” dije en tono irónico “tampoco he ido al baño, déjame desbeber, primero”.
“Oye, caigo en cuenta ahora de que no he tomado nada desde hace varias horas… o meses, ¡jaha! Hace rato me vi en el espejo y parecía como que había perdido 20 kilos, estaba todo flaco, como anoréxico, ¿es eso posible? Si lo es, entonces ésta es la solución para las gordas que no logran bajar de peso y que juran que han intentado de todo” dije en tono irónico “tampoco he ido al baño, déjame desbeber, primero”.
Me
levanté de la placidez cálida y maternal de su abrazo y me dirigí al baño. Ahí
estaba el mono-conejo azul, ya calmado, sin andar trepándose de un lado a otro
de lianas imaginarias. Ahí estaban los espejos, reflejando sólo lo que tenían
que reflejar. Ahí estaba la ventana, dejando entrar sólo las luces “naturales”
que el ojo humano tenía que percibir. Pero…
Habían
más caricaturas ahí en el baño, formaban círculos agarradas de las manos
mientras cantaban canciones mudas y estos bichitos se transformaban en enlaces
de moléculas fosforescentes de quién sabe que químicos. Estaba teniendo
alucinaciones otra vez, pero afortunadamente, estas eran inofensivas,
graciosas, amigables.
Levanté
la tapa del inodoro y me dispuse a eliminar toxinas, toxinas que salieron en
forma de un luminoso chorro de arcoíris líquido “¡Genial, estoy orinando un
arcoíris, estoy orinando un arcoíris!” exclamé desde el cuarto sanitario
azulado.
Terminé,
jalé de la palanca y vi cómo se iba el remolino mágico por el “hoyo negro” del
inodoro.
Me
miré en el espejo y exclamé “Dios, estoy tan jodido, creo que el viaje me
envejeció, o ya no sé ni qué edad tengo, pudiera tener 20 u 80, caray”
Me
lavé las manos, me mojé la cara, el cabello, me medio-peiné. Y salí de ahí,
para ir a restituir líquidos. Rehidratarme. Que la verdad no tenía tanta sed,
pero quería volver a probar sabores dulces, del reino de los vivos.
Dije
algo estúpido relacionado con las caricaturas que seguían haciendo de todo en
la habitación y ella río, luego bajamos a la cocina. Una vez en la cocina,
abrió el refrigerador, sacó la jarra y sirvió dos vasos con el “agua de rubíes”
que había bebido durante el viaje.
Seguimos
platicando en la cocina, y ya eran las cinco de la mañana. Se podían apreciar
pequeñas partículas de sol en la lejanía de la estratósfera y seguimos
platicando más, aunque nuevamente, al igual que al principio, en el despegue de
nuestro vuelo hacia los confines de la mente, surgió la risa, reíamos por todo
lo que veíamos y decíamos. Todos los objetos de la cocina eran comediantes
natos, haciendo gestos, poses y chistes mudos. Reíamos a carcajadas, todo tenía
sentido y éramos los bufones principales de ese acto, de ese amanecer púrpura.
Todas las palabras las decíamos con tonos expresivos exagerados y hubieron
momentos en los que no podía hablar porque las carcajadas se atravesaban entre
las palabras, derrumbándolas.
Luego
de beber hasta la mitad nuestros vasos, vi una caricaturesca figura de un
chamán enano con síndrome de Down detrás de ella y dicha imagen hizo que
escupiera mi dulce bebida sobre su cara. Quise de inmediato reparar mi ofensa,
pero al tratar de explicar lo que me había hecho dispararle un géiser de
Jamaica sobre el rostro, el simple hecho de explicarle que había un enano Down
vestido de bufón-chamán se me hacía tan absurdo e hilarante que no pude más que
reírme a carcajadas, diciéndole en cambio, sin querer: “Jahahaha, espera, es
que lo que tú no sabes es que yo también soy un chamán y te estoy sanando,
mira, estas escupidas son de sanación, te estoy esparciendo con dulzura, con
“sangre curativa”, como la de Cristo” y enseguida, como una malandra ballena,
expulsé otros dos chorros de agua de Jamaica a los lados de su cara, mientras
ella apretaba los ojos, no sé si tomándose mis palabras y actos como ofensas o
como obediencia profiláctica parte de mi “ritual chamánico”.
Como
sea, el enano Down se fue corriendo por un pasillo y desapareció. Le dije a mi
amiga “ven, ven, ya, vayámonos arriba otra vez, creo que quiero descansar, no
he dormido en semanas, en meses, quizás”
The show must go on: Haikus luminosos,
Batman & Robin y el Sagrado Descanso
Caminamos
a la escaleras, y tras los primeros pasos en las estas, pude oír claramente la
canción de “The Show must go on” de Leo Sayer, interpretada durante un episodio
del Show de Los Muppets de los ochentas que recordaba vívidamente. Oía el
“tapa-tap” de los zapateados del baile intermedio que se aventaba el Leo - Mimo, con “Animal” en la batería y no de los tipos de La Electric Mayhem Band en el banjo, en el fondo. Por un momento creí que ella había
dejado puesta esa canción en su playList o que algún vecino la había puesto, lo
cual me hubiera resultado una increíble coincidencia. Más no, la canción y las
imágenes provenían de mi cabeza.
(Ésta mera canción, con estos meros cuates)
Una vez en la habitación, volvimos a recostarnos, y proseguía con mis cacareos filosóficos trascendentales sobre el “viaje” y ella escuchaba atentamente, esperando por los siguientes chistes accidentales. Todo seguía teniendo fuertes aderezos de gracias. El tiempo, la vida misma se trataba de eso, de risas, entre el llano del nacimiento y el de la muerte. Risa, risa, bendita risa.
Nos
tendimos boca arriba, en la oscuridad color anís-alcanfor y olor a suavidad, y
mientras nos cobijábamos con sábanas de estado de placido trance, observamos
las lámparas colgantes estilo chinas con motivos de mariposa que colgaban de su
techo.
“Mira,
ahí está la tierra” le dije, señalando las lámparas, “ahí está la tierra y ahí
está la luna. Y en algún lugar del planeta estamos nosotros, a su vez señalando
hacia arriba, el lugar donde nosotros estamos ahora. Que bonitas son las
paradojas, ¿no?” le comenté con ironía y sarcasmo, como si me burlara del
maleficio esquizofrénico al que me había sometido, reímos y proseguí “Sí, y ahí
alrededor del mundo y de la luna está el espacio, el infinito hacia donde
cruzamos y exploramos, mira… las estrellas… la tranquilidad del océano
espacial. Increíble que estemos allá y aquí. Que estemos aquí-ahora y que éste
aquí-ahora ya haya ocurrido hace millones de años…” dije como si estuviese
teniendo revelaciones proféticas.
La
oscuridad era agradable, había débiles ondulaciones de fulgores submarinos
siendo a través del techo. De pronto me vinieron ecos de haikus, poemas cortos
japoneses.
Se
me vino a la mente uno especial, zen, que decía:
“Cuando
una flor se abre
en
todo el mundo
es
primavera”
Y un
tímido resplandor diamantino cobró fuerza, manifestando ahí mismo en el techo la
figura de esa flor blanca, pura, con todo un paisaje japonés detrás lleno de
árboles de cerezo, y la brisa acariciándolos. Acariciándonos. Lagos, montes
llenos de verdes y azules de plantas y árboles.
Toda
la habitación se volvió entonces el paisaje de un misterioso y bello Japón, que
se me antojaba medieval.
Y
con la misma fugacidad con la que se había encendido ese paisaje, con esa misma
fugacidad se apagó. Como si fueran los últimos regalos del poder alucinatorio.
Volvimos a estar en la recámara.
“Wooooaaaooo”
exclamó mi amiga, aún con brillos en su maravillado rostro. “Dilo otra vez”, me
dijo. Pero no podía repetirlo, sentí que sería todo un sacrilegio, una falta de
respeto para la unicidad y carácter irrepetible del poema, del momento, de la
evocación. Sentí que perdería potencia, así que me limité a decir, de manera
automática “No, ya no es primavera, ahora es invierno”.
E
inmediatamente la habitación se iluminó con las luces azules del invierno, ahora
ya no eran pétalos de flores de cerezo los que caían, sino copitos de nieve, y
las copas de los árboles y los lagos estaban cubiertos de hielo y nieve.
Exhalamos,
y el paisaje bajó la intensidad lumínica, nos encontrábamos nuevamente ahí, en
su atemporal habitación de chamana.
“Intentemos
dormir” me sugirió ella, y asentí, me acerqué más y nos abrazamos sin fuerzas.
Emergió
otro haiku, de Taigi:
“Siesta
La
mano que agitaba el abanico
Se detiene”
Que
al terminar de pronunciarlo, fue como si hubiese hecho efecto de los verso, las
palabras clave: “siesta, agitaba, detiene” Era tiempo de detener la actividad
mental.
De
pronto, me encontraba hablando y hablando sobre cuestiones metafísicas propias
del viaje. Seguía hablando, o no sabía, con frecuencia preguntaba “Oye, ¿estoy
diciendo las cosas o pensándolas? ¿He estado hablando todo este tiempo? ¿No me
he callado? ¿Por qué no me dices nada?” Pero ella me dijo que estaba bien, que
era interesante lo que decía. Pero yo sentía que sólo estaba diciendo disparates,
indiferentes de las chorradas que berreaban los profetas callejeros y los ávidos
inhaladores de pegamento.
Cerré
los ojos y ahí “adentro”, detrás de los párpados, vi escenas, tales como una
enorme catedral, la más enorme que hubiese visto, diez veces más grande que la
de “La Sagrada Familia”, y en su interior había enormes vitrales con motivos
religiosos ilegibles, pues eran como fractales de flores y coloridas plantas, y
al recorrer los pasillos del colosal templo, llegué hasta el vestíbulo, donde
habían hormigas antropomórficas, vestidas como súbditos realizando un culto
alrededor de una hoguera. Y de la hoguera era desprendido un humo rosa-grisáceo
que se elevaba hasta la altísima cúpula, que tenía por motivos decorativos, complejas
y detalladas formaciones geométricas talladas en diamantes y piedras preciosas,
y éstas a su vez formaban constelaciones brillantes, asemejando literalmente,
el cielo nocturno.
Abrí
los ojos, comunicándole de inmediato a mi abrazadora, y ella hizo una expresión
monosilábica de asombro. “¿Qué más hay ahí”?
“Wow,
espera, espera” dije, mientras seguía recorriendo los pasillos y bóvedas de la
onírica catedral, “woaaao, hay escaleras hechas de cocodrilos, y escaleras de
caracol hechas de huesos humanos”.
Abrí
los ojos. Ella río, como si esto le hubiese causado asombro, “¿qué más hay?”.
Volví
a cerrar los ojos, pero ya no estaba en la catedral, estaba… estaba viendo un
episodio de la serie de Batman de los sesenta, a todo color, y a todo volumen
estilo monoaural de las transmisiones de aquella época. Se lo conté de
inmediato y su risa se intensificó “¡¿En serio?!”, “¡Sí!” le contesté
emocionado, “¡ahora Batman y Robin van a luchar contra los tipos malos! ¡Ya
comenzaron a luchar! ¡Ya están luchando!, ¡¿Cómo puede ser posible que al cerrar
los ojos pueda ver esto?!” Dije como si estar viendo un viejo episodio del
hombre murciélago de los años del florecimiento hippie, fuese la alucinación
más increíble y digna de mención de aquella noche
Dieron
las 6:00 de la mañana, el sol había hecho acto de presencia, iluminando el
cielo de anaranjado. Mi amiga cerró las cortinas de la ventana por dónde había
presenciado la Guerra de las Profecías y volvimos a estar en la oscuridad.
Podía sentir ya el agotamiento anidando en mis recién formadas ojeras, y ella
regresó a la cama. Se colocó delante de mí, y ahora era yo quien la abrazaba
por detrás, acariciando su cabello. Volví a cerrar los ojos, y en cuanto los
cerré, comencé a apreciar sonidos que incrementaban su volumen, se trataba de
pisadas, puertas que se abrían, persianas que eran levantadas, ruidos de
platos, de estufas encendida guisando cosas. Supe de inmediato que se trataba
de los vecinos más cerca y de los lejanos de esa colonia, que se levantaban ya
para ir al trabajo y otros a dejar a sus hijos a la escuela. Escuché radios,
televisores y aparatos siendo encendidos, podía escuchar las “ondas
electromagnéticas” y de radio. ¡Carajo! ¡¿Era eso posible?! Sentí las potentes corrientes
pulsantes de una “fuerza” enorme que se expandía como otra gran fuga de agua
hacia todas direcciones. No sabría sino hasta tiempo después que se trataba de
la emisora de radio que se encontraba en las cercanías.
El cuerpo
de viento, incorpóreo se separó de mi cuerpo, que seguía prestando atención a
los sonidos, identificándolos, interpretándolos y dándoles forma de imágenes
conocidas que coincidían con la memoria audiovisual registrada en mi
inconsciente.
Así
pude “decodificar” sonidos de establecimientos que iban abriendo apenas,
locales, tiendas, automóviles, “electricidad” de cables de alambrado público”,
aclaramientos de gargantas, voces humanas, caos. Un incómodo caos vial, los
ruidos destructores de calma de la ciudad.
Luego
de la interpretación de los sonidos, vinieron las de los “sentimientos”. Era
como si tuviera un radar detectando sentimientos a diez kilómetros a la
redonda. Sentía las emociones de treintenas, centenas y pocos miles de humanos y
seres vivos pequeños que iba “detectando”. ¡¿Cómo era posible?! Yo, percibiendo
hormigas, caracoles, lombrices, pájaros, cuervos, palomas, perros desesperados,
gatos irritados por la luz matutina, por
el calor, hombres y mujeres con prisas y preocupaciones, pereza, impulsos de cafeína,
ánimos de programación mental propia de los seguidores de “la ley de atracción”,
miedo a eventos próximos, desesperación, crudas, resacas… ¡aaagh! Era mucho,
así que decidí elevarme por el cielo, habiéndome olvidando que poseía un cuerpo
echado en cama.
Y
subí y subí unos cuantos pocos miles de metros, hacia el cielo azul, donde el
aire era más fresco, frío, dónde ya los sonidos del mundo no eran desagradables
y se hacía la calma.
Dicha
calma fue interrumpida cuando repentinamente me sorprendí a mí mismo relatando
todo lo que estaba viendo-sintiendo-viviendo en ese momento. “¡Rayos!, ¡¿Otra
vez estoy hablando?!” Pregunté sorprendido y avergonzado de ser percibido como
un hablador compulsivo. “¡¿He estado hablando todo éste tiempo o sólo lo he
estado pensando?!, dime la verdad” dije con preocupación. Más mi amiga me dijo
con la serenidad más paciente del mundo: “No importa, tú disfruta”
Pedí
disculpas, por la posibilidad de haber estado hablando todo el tiempo, por
haber dado la impresión de no haber podido dejarme llevar por la experiencia,
por las preocupaciones, posibles insultos, agresiones, por haberme comportado
como un idiota.
Ella
rio con complacencia, equivalente a haber visto una película boba de comedia
hollywoodense.
Lo último que recuerdo, antes de que todo se desvaneciera en la más deliciosa de las inconciencias, fue haber visto sobre la piel de frente, cuello, pecho y brazos en la mujer junto a mí, símbolos como de códices mayas o aztecas que aparecían y desaparecían palpitantes, sincronizados al ritmo de sus inhalaciones y exhalaciones. Se lo dije. "¿Y qué significan?" preguntó. "No lo sé... no lo sé, no entiendo, no sé leer códices mayas o aztecas", fue mi respuesta inmediata.
Lo último que recuerdo, antes de que todo se desvaneciera en la más deliciosa de las inconciencias, fue haber visto sobre la piel de frente, cuello, pecho y brazos en la mujer junto a mí, símbolos como de códices mayas o aztecas que aparecían y desaparecían palpitantes, sincronizados al ritmo de sus inhalaciones y exhalaciones. Se lo dije. "¿Y qué significan?" preguntó. "No lo sé... no lo sé, no entiendo, no sé leer códices mayas o aztecas", fue mi respuesta inmediata.
Poco
después, los sonidos se apagaron, volvía a la habitación, la introspección, la
exploración, la carrera, la desesperación, todas las acciones apagaban motores,
el alma y el espíritu entrelazados aterrizaron sanos y salvos en mi cuerpo. Se
hizo el silencio, dentro de la cabeza, la garganta y el pecho. Mi amiga se
encontraba en estado de letargo, de oruga dentro de su crisálida. Sabía que
pronto seguiría mi turno, los ojos se cerraron al ritmo del descenso del sol en
el ocaso, mientras allá afuera el sol ascendía anunciando venideros días de
gloria.
Afuera se daba la vida ordinaria, de un día ordinario. Adentro, tras cortinas
cerradas, se daba la oscuridad. La oscuridad de 1,000 días luego del holocausto
nuclear. Con dos cuerpos que yacían abrazados, últimos sobrevivientes del
cataclismo en la noche última de la extinción total de la raza humana,
del fin absoluto del mundo, de la galaxia.
つづく
Continuará...
Continuará...
..
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