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martes, 18 de junio de 2013

Las manías y las falsas creencias

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 De El cerebro nos engaña de Francisco J. Rubia

Se consideran manías aquellas creencias falsas basadas en una inferencia no correcta de la realidad exterior, que se sostienen con firmeza por aquellas personas que las poseen, a pesar de cualquier evidencia lógica en su contra. El ejemplo más claro es la manía persecutoria o de persecución, por la que la persona afectada cree firmemente, aunque se le demuestre que no es cierto, que la persigue la policía, un servicio secreto o cualquier otra agencia o institución que puede perjudicarle personalmente.

Este ejemplo que he puesto es un caso extremo. Si nos atenemos a la definición que he dado al principio está claro que muchos de nosotros conoceremos seguramente a personas, consideradas normales, que sufren de manías. Gente que cree firmemente que tiene cáncer, aunque los datos clínicos una y otra vez no arrojen prueba alguna a favor de su creencia; miembros de sectas religiosas; los creacionistas norteamericanos, que están convencidos de que Darwin se equivoca y que el relato bíblico de la creación es lo único auténtico, aunque no existe la más mínima prueba de ello; los defensores de las teorías racistas; los militantes de determinadas ideologías, sean de tipo político o religioso, y un largo etcétera. Son manías sostenidas por personas que consideramos normales, aunque, a veces, están en el límite de lo psicopatológico.

Qué difícil resulta en estos casos trazar la línea divisoria entre la salud y la enfermedad... Cuántas veces no nos habremos topado con gente que ve complots o intrigas en todas partes, o que piensan que todo está controlado por alguna organización mafiosa, o que sufren de manía de grandeza, o que confían plenamente en el poder curativo de determinados amuletos, o en supuestos milagros de las figuras religiosas veneradas, o que están permanentemente litigando contra alguien o algo, o que son celosos hasta el delirio, o hipocondríacos, o que tienen un pavor irracional a insectos y otros animales, etc.
A veces las falsas creencias se mantienen a ultranza, de manera que el ser humano es capaz hasta de morir por ellas. De la misma forma que hemos visto cómo el cerebro es capaz de rellenar, completar, la información que le falta, a veces interpretamos nuestras percepciones de tal modo que las hacemos estar necesariamente de acuerdo con nuestras creencias o expectativas. Cualquier información es utilizada por el cerebro para confirmar lo que cree. Es lo que a veces se ha llamado pensamiento circular, esa forma de pensamiento que utiliza cualquier información para realimentarse a sí mismo, base de muchas ideologías.

Algunos autores asumen la existencia de alguna tendencia innata a rechazar lo evidente por parte del cerebro. Por ejemplo, tenemos todos la consciencia de la inevitabilidad de la muerte, pero sin embargo nos comportamos como si este hecho simplemente no existiera. Es muy probable que el valor de supervivencia que esta negación de lo inevitable tiene sea el que ha dado lugar a esta especie de autoengaño del que a diario hacemos uso. Sólo así se explica que en la Alemania nazi haya habido tanta gente que «ignorase» activamente la existencia de campos de concentración, a veces muy cerca de pueblos y ciudades.

Llamamos patológica a la anosognosia, es decir, a los enfermos que niegan su propia enfermedad, pero consideramos normal el permanente engaño al que nuestras estructuras cerebrales nos someten.

En algunas ocasiones estas falsas creencias afectan no sólo a las funciones mentales, como la percepción, sino incluso al propio sistema de defensa del organismo, el sistema inmunológico. Todos sabemos que la creencia en el poder curativo de determinadas drogas es capaz de hacer eficaz incluso substancias que fisiológicamente no tienen ningún efecto sobre el organismo.
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sábado, 8 de junio de 2013

Evolución y cultura


 De El alma está en el cerebro de Eduardo Punset 
(Del capítulo 5: Cosas que nunca deberíamos aprender)

A menudo la cultura popular muestra cómo se comportan los seres humanos. Y se tiende a creer que las personas adquieren el comportamiento, precisamente, a través de la cultura. Por ejemplo, en las películas y en la televisión, los hombres son más violentos que las mujeres, y a veces se cree que los hombres y las mujeres tienen un comportamiento diferente porque lo han aprendido de esos estereotipos. Pero puede que suceda al revés: puede ser que las películas o los libros reflejen el modo de ser de las personas y no sean la causa de nuestro comportamiento. Para que un elemento cultural sea plausible, tiene que reflejar lo que sucede y, en relación con los humanos, tiene que reflejar cómo somos. De modo que la cultura no siempre es la causa de nuestro comportamiento, sino un reflejo del mismo. Un ejemplo: en la mayoría de programas televisivos, los pájaros vuelan y los cerdos no lo hacen. Pero esto no quiere decir que los pájaros aprendan a volar porque lo ven en la televisión y que los cerdos no lo hagan porque jamás lo han visto. Es decir, la televisión se limita a reflejar la forma en que funciona el mundo. Steven Pinker piensa que, puesto que los humanos estamos profundamente influidos por la cultura, es muy tentador pensar que la cultura está situada en nuestro exterior y que el contenido de nuestra mente es lo que absorbemos del exterior.
 
Pero... ¿de dónde procede la cultura? ¿No somos nosotros los que la producimos? Como tantas otras veces, una interacción entre mente y cultura parece más razonable: el ser humano crea la cultura y la cultura se difunde y revierte en el ser humano.

Es fácil caer en la trampa de pensar que si un rasgo humano es producto de la evolución, éste debe presentarse desde el momento del nacimiento. Si no aparece desde el primer momento de nuestra existencia, consideramos que es aprendido y, por tanto, externo a nuestra naturaleza. En realidad, según Pinker, esta suposición es absurda: las niñas nacen sin pechos y los niños sin barba, pero eso no significa que «aprendamos» a tener pechos o barba. ¿Por qué las conductas iban a funcionar de un modo distinto? Al fin y al cabo, esos aspectos físicos y esos rasgos de nuestro comportamiento surgen de programas cerebrales que pueden madurar en cualquier momento del desarrollo.

¿Es el estereotipo de hombre duro el que hace que los niños «aprendan» a no llorar o, por el contrario, este estereotipo refleja el desarrollo normal de la conducta masculina? Existe la convicción generalizada de que adquirimos nuestro comportamiento imitando unas pautas que dicta nuestra cultura. Pero, una vez más, ¿de dónde procede esta cultura?

 
«La cultura no ha descendido del cielo con un paracaídas ni ha venido de Marte», nos decía Steven Pinker. «La cultura es el producto de la mente humana. Las personas tienen que inventar palabras y construcciones gramaticales para que existan las lenguas, hay que inventar formas artísticas... Y, para adquirir la cultura, el ser humano tiene que interpretar constantemente lo que hacen los demás cuando están hablando, o creando arte, o cuando están dando ejemplo. Los seres humanos no son fotocopiadoras o grabadoras de vídeo: deben interpretarlo».

Parece evidente, sin embargo, que parte de la cultura que asumimos se aprende imitando a otras personas. Pero este dato cierto no se puede interpretar como la demostración de que la naturaleza humana no existe y que todo se obtiene de la cultura. Pensemos cómo funciona la imitación: es un proceso muy sofisticado que requiere una gran cantidad de circuitos innatos en el cerebro para poder funcionar. Para poder imitar, hacen falta muchas habilidades cognitivas que permitan leer la mente de otras personas. La imitación requiere la capacidad de imitar, que es una habilidad muy complicada y, prácticamente, exclusiva del ser humano. De modo que la
cultura, en sí misma, requiere unas habilidades mentales muy complejas para crearla, transmitirla y asumirla.

¿Cuántas veces habremos usado el concepto «instinto primitivo» de forma peyorativa? ¿Cuántas veces habremos asociado los instintos exclusivamente al sexo, la violencia o la alimentación? Es cierto que a veces decimos que un músico compone una melodía de forma «instintiva» o que un artista se deja llevar por sus «instintos» para crear arte, y eso nos parece atractivo y sugerente, pero, en general, los instintos nos resultan primarios, mientras que el aprendizaje se considera habitualmente como una característica de un ser «superior». Nos gusta pensar que nosotros, Homo sapiens, seres racionales, podemos obviar o eludir nuestros instintos. Y, en teoría, podemos arrinconar nuestros instintos gracias a la razón y a la cultura. Los animales, sin embargo, están atados a sus instintos. Por eso nosotros somos más inteligentes. Creemos que sus conductas están aferradas a los instintos naturales mientras nosotros actuamos conforme a lo aprendido. Nosotros contamos con el aprendizaje. Eso nos diferencia y nos hace superiores. ¿O no?

« ¿Que el instinto es algo que sólo se observa en los animales y el aprendizaje sólo en los seres humanos?», se preguntaba Steven Pinker: «No, no... Estamos empezando a comprender que el aprendizaje se da en todos los animales, incluso en la mosca del vinagre y en la lombriz de tierra: así que el aprendizaje no es lo que hace especiales a los humanos. Al revés: los seres humanos tenemos probablemente más instintos que los animales, no menos. Por ejemplo, tenemos un instinto para la probabilidad, un instinto para el lenguaje, otro para el sexo...».

¿Tenemos un «instinto» para el lenguaje? ¿No decimos que los niños «aprenden» a hablar? Veámoslo detenidamente: el lenguaje supone probablemente el mayor logro de la especie humana. La capacidad de transmitir pensamientos mediante la mera ordenación de sonidos ha permitido acelerar el avance intelectual del hombre, y ubicarlo en el privilegiado puesto que ocupa hoy en la escala evolutiva. Sin embargo, este tesoro de la Humanidad también alza muros infranqueables entre países o entre comunidades vecinas. Desde sus inicios, el lenguaje ha progresado y se ha diversificado en una gran variedad de idiomas: se han contabilizado cerca de sesenta mil lenguas en nuestro planeta. La lengua se concibe hoy como uno de los signos distintivos de las civilizaciones: la lengua es una bandera emblemática que se custodia, mima y defiende a ultranza. Por eso inculcamos a nuestros hijos un legado lingüístico, con el fin de asegurar la perpetuación de un idioma amado. Tendemos a pensar que preservar una lengua tal vez sea una forma de conservar un modo distinto de pensar.

«A menudo se cree que las lenguas que existen en el mundo se aprenden y que los niños las van “introduciendo” en su cabeza», señalaba el profesor Pinket «Y también es común la creencia de que las lenguas se diferencian de forma arbitraria entre ellas, y hacen que la gente piense de formas fundamentalmente diferentes. Sin embargo, yo creo que el niño crea la lengua: el niño no memoriza una serie de frases y las repite durante el resto de su vida, sino que tiene que componer nuevas frases, lo que quiere decir que tiene que pensar en la lógica del lenguaje». En efecto, estudiando las lenguas detenidamente, con sus estructuras y formas, los especialistas pueden concluir que, en realidad, todas las lenguas son muy similares. (Estamos hablando de estructuras lingüísticas, no del vocabulario). Todas las lenguas operan conforme a estructuras similares que combinan nombres, verbos, adjetivos... Es decir: el lenguaje no revela las diferencias, sino la unidad de las mentes humanas.

¿Y podríamos decir otro tanto respecto al sexo y los tabúes sexuales? Hasta ahora, creíamos que nuestra conducta sexual era un producto cultural, propio de una sociedad represiva, por ejemplo. Por tanto, si se modificaran los hábitos culturales, podríamos cambiar también nuestra configuración mental respecto al sexo... ¡Podríamos vivir en una especie de utopía sexual, como en Woodstock o en las comunas de hippies en los años sesenta!

Hace unos cuarenta años surgió en Estados Unidos un movimiento antibelicista y antidogmático que pronto consiguió adeptos en muchos otros países desarrollados. Se trataba del movimiento hippie. Bajo el lema «Haz el amor y no la guerra», los hippies concibieron «el sexo libre». Lo liberaron del pudor al que la sociedad de entonces lo sometía. El amor libre no duró mucho y las restricciones sociales de nuevo devolvieron el sexo al terreno de la intimidad. ¿Es concebible un mundo desinhibido sexualmente?

Para Steven Pinker, «la mayoría de las utopías sexuales no duran mucho», y ello se debe a nuestra configuración mental básica. «Creo que algunos conflictos sexuales y tabúes provienen de la naturaleza humana, de las emociones sexuales, como los celos o la conexión entre el sexo y el compromiso. A menudo hay personas que muestran interés en la sexualidad de unos sujetos concretos... Por ejemplo, a los padres les preocupa que sus hijos tengan relaciones sexuales. También hay que considerar la existencia de los que llamamos “rivales románticos”, a quienes les molesta que otras personas tengan relaciones sexuales. Y en el seno de la propia pareja, es posible que el hombre y la mujer tengan ideas muy diferentes sobre la naturaleza de su relación».

Los hombres, en general, están más interesados en la cantidad de relaciones sexuales y tienden a mantenerlas con un gran número de parejas. A las mujeres, sin embargo, les interesa más la calidad, la naturaleza de la relación con su pareja sexual, por ejemplo. En opinión de Steven Pinker, el resultado de estos comportamientos básicos es que nunca podremos vivir en un marco de sexo libre para todos: «Siempre habrá emociones muy complejas que rodearán al sexo. Esto no representa ninguna sorpresa para un novelista o un filósofo, pero es algo que niegan los intelectuales modernos».
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viernes, 31 de mayo de 2013

El malestar de la modernidad

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De Ideas y Creencias del hombre actual de Luis Gonzáles Carvajal
(capítulo 8: La cultura postmoderna
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Naturalmente, el "post" de postmoderno indica un deseo de despedirse de la modernidad. Estamos ante una paradoja. Por una parte, constituye un estigma para cualquier sociedad el no ser acreedora al título de "moderna"; y, por otra parte, los habitantes de las sociedades modernas parecen experimentar un malestar creciente.

Desde los años veinte existe un tema recurrente en la literatura: el vacío espiritual y la ausencia de sentido del mundo. Piénsese, por ejemplo, en la obra literaria de T. S. Eliot, James Joyce, Ezra Pound, W. B. Yeats, Kafka, Musil...
Eliot, en sus obras La tierra baldía ("The Waste Land"), los hombres vacíos ("The Hollow Men"), etc., no ve alrededor nada más que vulgaridad, decadencia y vacío. En su novela Ulysses, Joyce convierte la historia de un único día en Dublín _con los paseos sin rumba de Bloom y Dedalus por la ciudad_ en símbolo de la inanidad, la miseria, la falta de sentido y la inutilidad del mundo occidental moderno. Las mejores piezas de Ionesco muestran un universo donde ya no hay diálogos humanos significativos. El tema único de Beckett es el mundo sin Dios y sin significación, en el que sólo milagrosamente puede sobrevivir un resto de calor humano.

Se trata de un malestar ya antiguo. El romanticismo, aquel vasto movimiento que predominó en Europa durante la primera mitad del siglo XIX, puede considerarse quizá como la primera reacción  antimoderna. Lo que pasa es que en este caso fue una reacción nostálgica. Querían volver atrás, a la Edad Media.

Después del romanticismo ha habido otros muchos brotes inconformistas frente a la modernidad, pero sin estar dominados ya por la nostalgia del pasado. Tuvieron carácter progresista.
Un ejemplo típico es el de la "bohemia": ese estilo de vida que adoptaron a principio de siglo ciertos grupos de artistas, escritores, estudiantes, etc. y que fue muy bien descrito en las Scènes de la vie bohème, de Henri Murger, y después popularizado en la famosísima ópera de Puccini titulada La Bohème. Más cerca de nosotros, debemos recordar a los "hippies" y su "Flower Power", los "beatniks", los "proves" y, sobre todo, la espectacular revuelta de mayo del 68 en París.

Esos movimientos son muy distintos entre sí, pero todos se alimentan de una experiencia común: que en la sociedad actual el individuo se aliena, se enajena, se frustra. Es lo que Berger ha  designado como pérdida metafísica de "hogar" (homelessness). El hombre no logra sentirse ya "en casa" ni en la sociedad, ni en el cosmos, ni, en último término, consigo mismo.

Así pues, no debemos pensar que los postmodernos han sido los primeros desilusionados por la modernidad. Otros les precedieron con lúcida e intempestiva anticipación. Hay una diferencia, sin embargo. Hasta ahora, las posturas antimodernas fueron patrimonio de individualidades atormentadas. La postmodernidad, en cambio, aparece como un creciente y generalizado espíritu de la época.
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