martes, 21 de octubre de 2014

ツ Diario de LSD. Parte VII ツ

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La Antesala de los Sabios Desvaríos de la Divina Locura

Salí de mi casa marchando con rapidez, y en cuanto abandoné mi calle, la heroica capa de frescura me fue arrancada de mis hombros triunfales por una ráfaga de viento frío. Seguía caminando y las calles se tornaban más lúgubres, las casas aunque seguían viéndose como casas, me daba la impresión inconsciente de que eran bestias mitológicas de miles de año, durmientes, como si siempre hubieran estado ahí. La luz del cielo de las 3:40 AM era de un azul marino profundo, muy profundo. De un azul que se había engullido la oscuridad con todo y sol, luna y estrellas. 

Llegué hacia la avenida, principal, y no había rastro alguno de automóviles o alma humana o animal. Esperé alrededor de 10 minutos, tranquilo, eso sí, sabiendo que no sería presa de alucinaciones impertinentes. Me sentía en mi territorio. Protegido por los firmes conocimientos y recuerdos de donde me encontraba, así como por la familiaridad que ésta área de la ciudad, de mi colonia, emanaba. 

Me cansé de esperar, decidí seguir caminando. Sí, caminar sería bueno, a pesar de haber pasado las últimas horas gateando caminando, trotando y corriendo. 

Caminé cosa de 10 minutos hasta que llegué a una intersección de avenidas y por fin paso un taxi con música grupera a todo volumen. Paro a mi lado. 

No fue sino hasta que entré con toda naturalidad al automóvil, cuando me percaté de que mis movimientos eran neuróticos e impulsivos, nerviosos, y que mi rostro seguía desencajado, con los ojos muy abiertos, desorbitados, probablemente cada uno mirando hacia direcciones distintas, como asegurándose de no encontrar ninjas espías, el arribo de un helicóptero o avión bombardero. 

El taxista, un hombre obeso de mediana edad, de bigote mal-crecido, me miró con algo de desconfianza, le bajo por completo al volumen de su música, la cual parecía disfrutar hasta antes de mi ascenso al carro. Le pregunté sin dejar de ver para todos lados (como si hubiese salido de una persecución) por el precio del transporte hasta la colonia que le indiqué titubeante y con más variaciones tonales en mi oración que las de un chino alcoholizado.

“40 pesos” me dijo, como sospechando que era yo un maníaco homicida o un dealer recién salido de problemas que tenían que ver con torturas físicas y presencia de descuartizamientos. 

“Bien” dije, tratando de simular naturalidad, relajamiento. Y el conductor se dirigió a colonia señalada con su semblante reflejando seriedad, algo más que seriedad: arrepentimiento.

Puso en marcha el auto y viajamos en el más pesado e incómodo silencio, rodeado de aires de desconfianza.

Me recosté sobre el asiento, pero creo que se veía más que evidente que estaba tratando de fingir compostura. Me volví a enderezar sobre el asiento, mientras el taxista suspiraba hondo, como pidiéndole mentalmente que el extraño que acababa de recoger no se le ocurriera sacar una pistola o una motosierra de su mochila. 

Permanecimos en el auto en ese estado de incompatibilidad de compartimiento del espacio-tiempo por 8 minutos recorriendo calles vacías, completamente vacías, sin distorsión alguna – por fin – de sus propiedades visuales, no más colores vibrantes, aumento o disminución de proporciones, nada. Al llegar a la avenida donde estaba el Wal-Mart en el que poco más de media hora antes le había suplicado al otro taxista que leyera y deletreara las letras de su espectacular, se le ocurrió por fin al señor este, alivianar la tensión que se estaba volviendo insoportable buscando algo de música clásica en la radio. 

Cruzó por mi mente que al taxista quizá le estuviera cruzando por su mente en ese momento la visión profética de que recordaba que la música clásica era buena para calmar bestias y que era la preferida de los asesinos seriales el imaginario colectivo como Hannibal Lécter.

Solo faltaba un pequeño trayecto por recorrer, trayecto que tomaría sólo un minuto, un largo, tenso, artrítico, cáustico, estresante minuto.

Me concentré para preparar mi más sublime actuación de calma, para el pronto momento en que tendría que levantar mi dedo índice señalando la casa en donde debía de aparcar. Ya estaba auspiciando que el conductor ante mi más mínimo movimiento, frenaría de golpe, estallando en llanto, implorando que no le matara: “¡No, por favor, se lo suplico, patrón, tengo esposa y tres hijos, por favor, no me mate, llévese lo que quiera, mire, ochocientos pesos, es todo lo que traigo, se lo juro,  pero por favor, no me mate, mire, mire, me tiro al suelo y beso sus pies, pero por favor, déjeme vivir, por el amor de Dios, por la virgencita!”.

Así que comencé a levantar mi mano lentamente, muy lentamente, como en cámara lenta, a 20 segundos de que llegáramos a la casa del terror.

Tal lentitud pareció preocupar, en efecto, al gordo bigotón, pero de inmediato le dije “Sí, ahí en esa casa, junto a ese árbol está bien”

Y al llegar, me bajé de inmediato, metí la mano en el bolsillo derecho del pantalón, junté las monedas y comencé a contarlas “27-28-29-31-32 pesos... son cuarenta pesos, ¿verdad? Espere un poco” y en cuanto metí mi mano al otro bolsillo para sacar los pesos restantes, el taxista todo nervioso me dijo tartamudeando con una amabilidad producto del miedo: “No, no, no, así está bien, así déjelo, déjelo, que tenga una buena noche”. Y se fue de esa endemoniada calle a toda prisa agradeciéndole a Jesús y a todos sus santos por un día más de vida.

Entré a la casa encantada, que sabía que estaría abierta, sintiéndome como un héroe. Sintiendo como si hubiera prevalecido la razón sobre la locura. El orden sobre el caos.

No me importaba en ese momento si encontraba a mi amiga revelando su forma final: como un demonio tricéfalo, de ojos y cuernos de dragón de avernos, sentada en su trono de cráneos de infantes, con dos machos cabríos negros enormes a sus lados, cruzando la pierna, sosteniendo un cáliz con motivos de bebés crucificados de cabeza, alzando su copa profiriendo con su triple voz: “Sabía que regresarías… siempre lo hacen… ahora mi querido siervo, ya sabes qué hacer”. Para yo enseguida, entrar sonriente en su pentáculo trazado con sangre sobre el oscuro suelo, degollarme y verter mi sangre sobre dicho cáliz.

No, no me importaba que sucediera eso. Ya había “vencido” a la ilusión última, y ya no podía sorprenderme nada más.

Pero no, ella se encontraba en el segundo piso, en su habitación. Podía escuchar trinos de saxofones y convulsiones de baterías de acid jazz que estaba ella escuchando a todo volumen.

En cuanto puse el primer pie sobre la escalera-carrusel, la memoria celular de mi cuerpo reaccionó, como sabiendo la importancia emocional que representaban dichas escaleras en donde comprendí el principio kybaliónico de correspondencia, ese que dice que tanto arriba es abajo como abajo es arriba. Suspiré con aires de humilde grandeza y proseguí hacia la habitación donde había vivido y comprendido también los otros seis principios universales Trismegistícos.

Abrí la puerta sin ningún resquicio por donde se filtrara el miedo ¡Nunca más! Y lo primero que vi fue sí, un concierto de Acid Jazz en el gran televisor de mi amiga.

“Oh, quita eso” le dije a mi amiga, esa cosa me pone ml ahorita. Ella sonrío de verme de vuelta, tranquilizado, reaccionando a velocidades normales, de ser humano, o de tortuga anciana. Obedeció de inmediato y quitó la música. “¿Hay algo que quieras escuchar?” Me dijo dulcemente, con comprensión, como maestra de kínder.

“No, la verdad no. Cualquier cosa estaría bien. O bueno, no, no pongas jazz ahorita, ni black metal, ni a Pink Floyd” le contesté.

Ella río, y apago la tele.

“¿Tienes hierba?” le pregunté, recordando el episodio psicótico del amigo y de los espíritus del vicio manifestados.

“¿Qué?” me contra-preguntó.

“Sí, hierba, mota, de esa que tu amigo y tú estaban quemando hace rato” le dije, sintiéndome ya el amo, El Puto Amo. El Puto Amo del Control Absoluto. Total que ya había pasado por lo peor, ¿qué daño podría hacerme un cigarro de marihuana?

Ella sonrío extrañada diciéndome que iría a ver si todavía había quedado algo. Era una extraña decisión viniendo de mí, que estaba en contra de mis principios. Pero en mi proyección mental, fumaría ese cigarrillo como un Hombre, como un Hombre resurrecto y responsable, y no como un vago sucio desaseado desobligado e irresponsable hippie que cree que el mundo es una burbuja rosa de perfección, amor y paz.

La acompañé hasta la sala, en donde aún el aire se sentía enrarecido, como despejándose de una niebla materializada luego de contacto con os espíritus, o como si recién se hubiera cerrado un vórtice de convergencias de distorsiones espacio-temporales.

“Sí, queda un poco” dijo mi amiga, mientras recogía unos restos que se encontraban sobre un platito rectangular de color rojo.

Los llevamos de vuelta a su recámara. Ella envolvió la hierba en el rollito de papel y encendió los churritos.  Dimos profundas bocanadas, mantuvimos el humo dentro y lo soltamos como al estilo de la tradición chamánica. Respiramos y volvimos a fumar, repitiendo el ritual, a ritmos perfectamente sincronizados.

El desmadre festivo de las caricaturas
  
Sentí la relajación, por fin, expandiéndose desde el centro de mi pecho hasta la punta de mis pelos y de los dedos de mis pies. Fue lo que supongo sería la liberación final o iluminación nirvánica de un heroinómano, muriendo por sobredosis, sumergido en una bañera burbujeante llena de champagne.

“Oh, sí” pensé, “esto es… por fin, tranquilidad” y añadí “vayamos a descansar” seguido de nuestros cuerpos que respondieron autómatas a la instrucción.

Nos recostamos en la cama, mientras le platicaba relajada pero apasionadamente todas las aventuras y desventuras de la noche, acompasadas con risas suyas.

Ella me acariciaba la cabeza, como la de un cachorro que había encontrado el camino a casa luego de un angustiante extravío. Y era eso, un cachorro, y ella era la dueña de mi tranquilidad en ese “ahora”. Ella y el humo de la planta por excelencia de los jamaiquinos.

“Aaaaaaah” que rico, que lindo se sentían sus dedos arando los campos de mi cráneo, eran caricias de planta, brisas de primavera, olas de mar en verano. Sí. Ya la tempestad se había terminado y ojo del huracán, no señor, esta vez no era calma aparente, era auténtica. Todo el horror melodramático, toda la tragedia existencialista se había transformado en comedia. Una comedia sana, necesaria. Era la cosa más normal del mundo haber pasado por evento tan traumático comparable a la de nacer. De renacer. Renacer victorioso como polluelo de ave fénix, de sus cenizas de yoes carbonizados por las flamas calcinantes del fuego neuronal.

Por su parte, ella me platicó que, luego de haber buscado entre las calle junto con su vecino, me había visto divagando introspectivamente, meditabundo, concentrado, ensimismado, y que se le había ocurrido irrumpir el desvarío, pero que su vecino la había hecho desistir para que no me diera un ataque de pánico. Supuse que habían hecho bien, aunque no sé realmente cómo hubiese reaccionado en ese momento. Me contaba un poco sobre sus experiencias personales del viaje de esa noche y yo le medio complementaba con las mías “ah, sí, eso fue cuando estabas en la regadera y te transformaste en la Diosa Hindú de la destrucción”, “ah, sí, claro, el bellísimo momento en que conectamos nuestras mentes y corazones” “Uff, no, eso fue terrible” “Ah, sí, eso fue muy gracioso, ¡jahaha!” y así.

Me sentía tan agradecido por la calma, por la tranquilidad, por volver a ser yo, por no ser ni ella, ni mis padres, ni mi hermana, ni nadie más. Agradecía por mi existencia, por el momento, por no haber sido “Dios”. Fue cuando verdaderamente medité en lo horrible que sería ser el Creador de los mundos, del universo. El no poder inmolarse, el indescriptible peso de vivir eternamente, de no encontrar una salida a la omnisciencia. Entendí que “Dios” no quería verse a través de los ojos de sus criaturas, sino que nosotros tuviéramos nuestra propia conciencia, nuestra propia identidad, nuestro Yo auténtico. Que nos “creáramos” a nosotros mismos, que nos construyéramos y recorriéramos los caminos que nuestro Gran y último Regalo, El libre albedrío, nos indicase, pero siempre con amor y sabiduría. Intuía sin palabras que Él/Eso, “Dios” quería que creciéramos, que maduramos, que nos convirtiéramos de algún modo en seres independientes de Él, pero que le recordásemos como un amoroso padre-madre. Tal como un padre quiere que sus hijos crezcan y sigan sus propios caminos, siempre teniéndolo presente, yendo a su casa de vez en cuando e invitándolo siempre a la nuestra. Algo así fue la fugaz concepción que tuve mientras le platicaba tal cosa a mi amiga, antes de que surgiera una nueva “revelación” ocurrente, propia del descenso de los efectos del LSD.

Pasaron los minutos y yo seguía hablando y hablando con la mirada perdida en las visiones del infinito. Le dije que sentía que se había reforzado mi idea de que de ninguna manera “Dios” podía ser consciente todo el tiempo, que incluso “Él” no podía escapar a “sus” propias leyes, que debía en algún momento, descansar, dormir, y que cuándo “Él” dormía, toda la creación desaparecía, o que quizás no, que no lo sabía, porque estaba viendo caricaturas apareciendo por la recámara. Volteaba hacia los lados y había caricaturas de animales antropomórficas en blanco y negro, al estilo de Félix el Gato, correteándose por la habitación, riendo, tropezándose de la risa y demás. Para cuando retomé el hilo ya estaba hablando de otra cosa totalmente distinta. Y así hasta que probablemente pasó una hora, en la que ella retroalimentaba con pocas apalabras todo el soliloquio mío, todo sin dejar de acariciar mis cabellos. 

“Oye, caigo en cuenta ahora de que no he tomado nada desde hace varias horas… o meses, ¡jaha! Hace rato me vi en el espejo y parecía como que había perdido 20 kilos, estaba todo flaco, como anoréxico, ¿es eso posible? Si lo es, entonces ésta es la solución para las gordas que no logran bajar de peso y que juran que han intentado de todo” dije en tono irónico “tampoco he ido al baño, déjame desbeber, primero”.

Me levanté de la placidez cálida y maternal de su abrazo y me dirigí al baño. Ahí estaba el mono-conejo azul, ya calmado, sin andar trepándose de un lado a otro de lianas imaginarias. Ahí estaban los espejos, reflejando sólo lo que tenían que reflejar. Ahí estaba la ventana, dejando entrar sólo las luces “naturales” que el ojo humano tenía que percibir. Pero…

Habían más caricaturas ahí en el baño, formaban círculos agarradas de las manos mientras cantaban canciones mudas y estos bichitos se transformaban en enlaces de moléculas fosforescentes de quién sabe que químicos. Estaba teniendo alucinaciones otra vez, pero afortunadamente, estas eran inofensivas, graciosas, amigables.

Levanté la tapa del inodoro y me dispuse a eliminar toxinas, toxinas que salieron en forma de un luminoso chorro de arcoíris líquido “¡Genial, estoy orinando un arcoíris, estoy orinando un arcoíris!” exclamé desde el cuarto sanitario azulado.

Terminé, jalé de la palanca y vi cómo se iba el remolino mágico por el “hoyo negro” del inodoro.

Me miré en el espejo y exclamé “Dios, estoy tan jodido, creo que el viaje me envejeció, o ya no sé ni qué edad tengo, pudiera tener 20 u 80, caray”

Me lavé las manos, me mojé la cara, el cabello, me medio-peiné. Y salí de ahí, para ir a restituir líquidos. Rehidratarme. Que la verdad no tenía tanta sed, pero quería volver a probar sabores dulces, del reino de los vivos.

Dije algo estúpido relacionado con las caricaturas que seguían haciendo de todo en la habitación y ella río, luego bajamos a la cocina. Una vez en la cocina, abrió el refrigerador, sacó la jarra y sirvió dos vasos con el “agua de rubíes” que había bebido durante el viaje.

Seguimos platicando en la cocina, y ya eran las cinco de la mañana. Se podían apreciar pequeñas partículas de sol en la lejanía de la estratósfera y seguimos platicando más, aunque nuevamente, al igual que al principio, en el despegue de nuestro vuelo hacia los confines de la mente, surgió la risa, reíamos por todo lo que veíamos y decíamos. Todos los objetos de la cocina eran comediantes natos, haciendo gestos, poses y chistes mudos. Reíamos a carcajadas, todo tenía sentido y éramos los bufones principales de ese acto, de ese amanecer púrpura. Todas las palabras las decíamos con tonos expresivos exagerados y hubieron momentos en los que no podía hablar porque las carcajadas se atravesaban entre las palabras, derrumbándolas.

Luego de beber hasta la mitad nuestros vasos, vi una caricaturesca figura de un chamán enano con síndrome de Down detrás de ella y dicha imagen hizo que escupiera mi dulce bebida sobre su cara. Quise de inmediato reparar mi ofensa, pero al tratar de explicar lo que me había hecho dispararle un géiser de Jamaica sobre el rostro, el simple hecho de explicarle que había un enano Down vestido de bufón-chamán se me hacía tan absurdo e hilarante que no pude más que reírme a carcajadas, diciéndole en cambio, sin querer: “Jahahaha, espera, es que lo que tú no sabes es que yo también soy un chamán y te estoy sanando, mira, estas escupidas son de sanación, te estoy esparciendo con dulzura, con “sangre curativa”, como la de Cristo” y enseguida, como una malandra ballena, expulsé otros dos chorros de agua de Jamaica a los lados de su cara, mientras ella apretaba los ojos, no sé si tomándose mis palabras y actos como ofensas o como obediencia profiláctica parte de mi “ritual chamánico”.

Como sea, el enano Down se fue corriendo por un pasillo y desapareció. Le dije a mi amiga “ven, ven, ya, vayámonos arriba otra vez, creo que quiero descansar, no he dormido en semanas, en meses, quizás”

The show must go on: Haikus luminosos,
 Batman & Robin y el Sagrado Descanso
  Caminamos a la escaleras, y tras los primeros pasos en las estas, pude oír claramente la canción de “The Show must go on” de Leo Sayer, interpretada durante un episodio del Show de Los Muppets de los ochentas que recordaba vívidamente. Oía el “tapa-tap” de los zapateados del baile intermedio que se aventaba el Leo - Mimo, con “Animal” en la batería y no de los tipos de La Electric Mayhem Band en el banjo, en el fondo. Por un momento creí que ella había dejado puesta esa canción en su playList o que algún vecino la había puesto, lo cual me hubiera resultado una increíble coincidencia. Más no, la canción y las imágenes provenían de mi cabeza.


(Ésta mera canción, con estos meros cuates)

Una vez en la habitación, volvimos a recostarnos, y proseguía con mis cacareos filosóficos trascendentales sobre el “viaje” y ella escuchaba atentamente, esperando por los siguientes chistes accidentales. Todo seguía teniendo fuertes aderezos de gracias. El tiempo, la vida misma se trataba de eso, de risas, entre el llano del nacimiento y el de la muerte. Risa, risa, bendita risa.

Nos tendimos boca arriba, en la oscuridad color anís-alcanfor y olor a suavidad, y mientras nos cobijábamos con sábanas de estado de placido trance, observamos las lámparas colgantes estilo chinas con motivos de mariposa que colgaban de su techo.

“Mira, ahí está la tierra” le dije, señalando las lámparas, “ahí está la tierra y ahí está la luna. Y en algún lugar del planeta estamos nosotros, a su vez señalando hacia arriba, el lugar donde nosotros estamos ahora. Que bonitas son las paradojas, ¿no?” le comenté con ironía y sarcasmo, como si me burlara del maleficio esquizofrénico al que me había sometido, reímos y proseguí “Sí, y ahí alrededor del mundo y de la luna está el espacio, el infinito hacia donde cruzamos y exploramos, mira… las estrellas… la tranquilidad del océano espacial. Increíble que estemos allá y aquí. Que estemos aquí-ahora y que éste aquí-ahora ya haya ocurrido hace millones de años…” dije como si estuviese teniendo revelaciones proféticas.

La oscuridad era agradable, había débiles ondulaciones de fulgores submarinos siendo a través del techo. De pronto me vinieron ecos de haikus, poemas cortos japoneses.

Se me vino a la mente uno especial, zen, que decía:

“Cuando una flor se abre
en todo el mundo
es primavera”

Y un tímido resplandor diamantino cobró fuerza, manifestando ahí mismo en el techo la figura de esa flor blanca, pura, con todo un paisaje japonés detrás lleno de árboles de cerezo, y la brisa acariciándolos. Acariciándonos. Lagos, montes llenos de verdes y azules de plantas y árboles.

Toda la habitación se volvió entonces el paisaje de un misterioso y bello Japón, que se me antojaba medieval.

Y con la misma fugacidad con la que se había encendido ese paisaje, con esa misma fugacidad se apagó. Como si fueran los últimos regalos del poder alucinatorio. Volvimos a estar en la recámara.

“Wooooaaaooo” exclamó mi amiga, aún con brillos en su maravillado rostro. “Dilo otra vez”, me dijo. Pero no podía repetirlo, sentí que sería todo un sacrilegio, una falta de respeto para la unicidad y carácter irrepetible del poema, del momento, de la evocación. Sentí que perdería potencia, así que me limité a decir, de manera automática “No, ya no es primavera, ahora es invierno”.

E inmediatamente la habitación se iluminó con las luces azules del invierno, ahora ya no eran pétalos de flores de cerezo los que caían, sino copitos de nieve, y las copas de los árboles y los lagos estaban cubiertos de hielo y nieve.

Exhalamos, y el paisaje bajó la intensidad lumínica, nos encontrábamos nuevamente ahí, en su atemporal habitación de chamana.

“Intentemos dormir” me sugirió ella, y asentí, me acerqué más y nos abrazamos sin fuerzas.

Emergió otro haiku, de Taigi:

“Siesta
La mano que agitaba el abanico
Se detiene”

Que al terminar de pronunciarlo, fue como si hubiese hecho efecto de los verso, las palabras clave: “siesta, agitaba, detiene” Era tiempo de detener la actividad mental.

De pronto, me encontraba hablando y hablando sobre cuestiones metafísicas propias del viaje. Seguía hablando, o no sabía, con frecuencia preguntaba “Oye, ¿estoy diciendo las cosas o pensándolas? ¿He estado hablando todo este tiempo? ¿No me he callado? ¿Por qué no me dices nada?” Pero ella me dijo que estaba bien, que era interesante lo que decía. Pero yo sentía que sólo estaba diciendo disparates, indiferentes de las chorradas que berreaban los profetas callejeros y los ávidos inhaladores de pegamento.

Cerré los ojos y ahí “adentro”, detrás de los párpados, vi escenas, tales como una enorme catedral, la más enorme que hubiese visto, diez veces más grande que la de “La Sagrada Familia”, y en su interior había enormes vitrales con motivos religiosos ilegibles, pues eran como fractales de flores y coloridas plantas, y al recorrer los pasillos del colosal templo, llegué hasta el vestíbulo, donde habían hormigas antropomórficas, vestidas como súbditos realizando un culto alrededor de una hoguera. Y de la hoguera era desprendido un humo rosa-grisáceo que se elevaba hasta la altísima cúpula, que tenía por motivos decorativos, complejas y detalladas formaciones geométricas talladas en diamantes y piedras preciosas, y éstas a su vez formaban constelaciones brillantes, asemejando literalmente, el cielo nocturno.

Abrí los ojos, comunicándole de inmediato a mi abrazadora, y ella hizo una expresión monosilábica de asombro. “¿Qué más hay ahí”?

“Wow, espera, espera” dije, mientras seguía recorriendo los pasillos y bóvedas de la onírica catedral, “woaaao, hay escaleras hechas de cocodrilos, y escaleras de caracol hechas de huesos humanos”.

Abrí los ojos. Ella río, como si esto le hubiese causado asombro, “¿qué más hay?”.

Volví a cerrar los ojos, pero ya no estaba en la catedral, estaba… estaba viendo un episodio de la serie de Batman de los sesenta, a todo color, y a todo volumen estilo monoaural de las transmisiones de aquella época. Se lo conté de inmediato y su risa se intensificó “¡¿En serio?!”, “¡Sí!” le contesté emocionado, “¡ahora Batman y Robin van a luchar contra los tipos malos! ¡Ya comenzaron a luchar! ¡Ya están luchando!, ¡¿Cómo puede ser posible que al cerrar los ojos pueda ver esto?!” Dije como si estar viendo un viejo episodio del hombre murciélago de los años del florecimiento hippie, fuese la alucinación más increíble y digna de mención de aquella noche

Dieron las 6:00 de la mañana, el sol había hecho acto de presencia, iluminando el cielo de anaranjado. Mi amiga cerró las cortinas de la ventana por dónde había presenciado la Guerra de las Profecías y volvimos a estar en la oscuridad. Podía sentir ya el agotamiento anidando en mis recién formadas ojeras, y ella regresó a la cama. Se colocó delante de mí, y ahora era yo quien la abrazaba por detrás, acariciando su cabello. Volví a cerrar los ojos, y en cuanto los cerré, comencé a apreciar sonidos que incrementaban su volumen, se trataba de pisadas, puertas que se abrían, persianas que eran levantadas, ruidos de platos, de estufas encendida guisando cosas. Supe de inmediato que se trataba de los vecinos más cerca y de los lejanos de esa colonia, que se levantaban ya para ir al trabajo y otros a dejar a sus hijos a la escuela. Escuché radios, televisores y aparatos siendo encendidos, podía escuchar las “ondas electromagnéticas” y de radio. ¡Carajo! ¡¿Era eso posible?! Sentí las potentes corrientes pulsantes de una “fuerza” enorme que se expandía como otra gran fuga de agua hacia todas direcciones. No sabría sino hasta tiempo después que se trataba de la emisora de radio que se encontraba en las cercanías.

El cuerpo de viento, incorpóreo se separó de mi cuerpo, que seguía prestando atención a los sonidos, identificándolos, interpretándolos y dándoles forma de imágenes conocidas que coincidían con la memoria audiovisual registrada en mi inconsciente.

Así pude “decodificar” sonidos de establecimientos que iban abriendo apenas, locales, tiendas, automóviles, “electricidad” de cables de alambrado público”, aclaramientos de gargantas, voces humanas, caos. Un incómodo caos vial, los ruidos destructores de calma de la ciudad.

Luego de la interpretación de los sonidos, vinieron las de los “sentimientos”. Era como si tuviera un radar detectando sentimientos a diez kilómetros a la redonda. Sentía las emociones de treintenas, centenas y pocos miles de humanos y seres vivos pequeños que iba “detectando”. ¡¿Cómo era posible?! Yo, percibiendo hormigas, caracoles, lombrices, pájaros, cuervos, palomas, perros desesperados,  gatos irritados por la luz matutina, por el calor, hombres y mujeres con prisas y preocupaciones, pereza, impulsos de cafeína, ánimos de programación mental propia de los seguidores de “la ley de atracción”, miedo a eventos próximos, desesperación, crudas, resacas… ¡aaagh! Era mucho, así que decidí elevarme por el cielo, habiéndome olvidando que poseía un cuerpo echado en cama.

Y subí y subí unos cuantos pocos miles de metros, hacia el cielo azul, donde el aire era más fresco, frío, dónde ya los sonidos del mundo no eran desagradables y se hacía la calma.

Dicha calma fue interrumpida cuando repentinamente me sorprendí a mí mismo relatando todo lo que estaba viendo-sintiendo-viviendo en ese momento. “¡Rayos!, ¡¿Otra vez estoy hablando?!” Pregunté sorprendido y avergonzado de ser percibido como un hablador compulsivo. “¡¿He estado hablando todo éste tiempo o sólo lo he estado pensando?!, dime la verdad” dije con preocupación. Más mi amiga me dijo con la serenidad más paciente del mundo: “No importa, tú disfruta”

Pedí disculpas, por la posibilidad de haber estado hablando todo el tiempo, por haber dado la impresión de no haber podido dejarme llevar por la experiencia, por las preocupaciones, posibles insultos, agresiones, por haberme comportado como un idiota.

Ella rio con complacencia, equivalente a haber visto una película boba de comedia hollywoodense.

Lo último que recuerdo, antes de que todo se desvaneciera en la más deliciosa de las inconciencias, fue haber visto sobre la piel de frente, cuello, pecho y brazos en la mujer junto a mí, símbolos como de códices mayas o aztecas que aparecían y desaparecían palpitantes, sincronizados al ritmo de sus inhalaciones y exhalaciones. Se lo dije. "¿Y qué significan?" preguntó. "No lo sé... no lo sé, no entiendo, no sé leer códices mayas o aztecas", fue mi respuesta inmediata.

Poco después, los sonidos se apagaron, volvía a la habitación, la introspección, la exploración, la carrera, la desesperación, todas las acciones apagaban motores, el alma y el espíritu entrelazados aterrizaron sanos y salvos en mi cuerpo. Se hizo el silencio, dentro de la cabeza, la garganta y el pecho. Mi amiga se encontraba en estado de letargo, de oruga dentro de su crisálida. Sabía que pronto seguiría mi turno, los ojos se cerraron al ritmo del descenso del sol en el ocaso, mientras allá afuera el sol ascendía anunciando venideros días de gloria.

Afuera se daba la vida ordinaria, de un día ordinario. Adentro, tras cortinas cerradas, se daba la oscuridad. La oscuridad de 1,000 días luego del holocausto nuclear. Con dos cuerpos que yacían abrazados, últimos sobrevivientes del cataclismo en la noche última de la extinción total de la raza humana, del fin absoluto del mundo, de la galaxia.


つづく
Continuará...
..

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