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De El lugar propio de la utopía de Humberto Giannini
(Nivel Instintivo-espiritual)
(Nivel Instintivo-espiritual)
El hecho esencial es que sin domicilio no hay mundo. Y a tal punto esto es vivido así, que cuando volvemos al terruño, al país que circunstancialmente hemos dejado, decimos que volvemos a casa; al punto clave de nuestra orientación primaria en el mundo.
No es radicalmente diversa la génesis psicológica del mundo humano. Sólo que se trata de horizontes más amplios, más ricos, más complejos. Ahora bien, desde este punto de vista instintivo-espiritual que estamos examinando, el barrio, el terruño, el pueblo, la ciudad en que establecemos nuestro domicilio, constituyen también el espacio de nuestra seguridad relativa, y a partir del cual se reconoce, se interpreta y se integra esa totalidad indeterminada que llamamos universo. El universo pasa por mi pueblo y se funde a él.
Fuera de esta tierra que nos cobija, des-terrados, los seres humanos también llegamos a saber del miedo y de la angustia de una desorientación fundamental.
Además, el terruño constituye el punto concreto en que se cumple nuestra solidaridad con el ser de la Tierra, el lugar de la exaltación casi religiosa, por decirlo así, del humus de nuestra humanidad.
La Tierra, en la singularidad de sus paisajes, de sus ritmos naturales, de su luz, de sus frutos; en la esencialidad de sus olores, de sus sabores, va modelando el humus del hombre con estilos espirituales, con modos propios de hacer, de decir y de maldecir las cosas, con cadencias de voz, inconfundibles. Tal conformidad, tal fidelidad, que trasciende la voluntad y la conciencia es lo que suele expresarse con términos como amor al terruño o amor patrio. Y es una marca y un sentimiento.
Pero, esencialmente, el ser humano se liga a la tierra a través de los otros. Es decir, a través de un prójimo comprometido con él en un sistema de usos y costumbres, que permite a cada cual reconocerse en los otros, asociarse en el trabajo, participar en la obtención de sus frutos, entrar en conflicto, pactar, y crear, así, una continuidad de vida cotidianamente compartida. En resumen: habitamos un mundo comunicativo, sobre todo oral, capaz de asegurar nuestra pertenencia a un discurso colectivo que se prolonga, tejiendo con nuestras historias individuales un tiempo común, un tiempo escrito, histórico.
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