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De La Imaginación y el poder de Jorge Volpi
(Acto Segundo. I want to live in America:
(Acto Segundo. I want to live in America:
La idea revolucionaria en los sesenta)
La actitud de desencanto de estos jóvenes hacia su gobierno no era, ni con mucho, novedosa. Por el contrario, en Estados Unidos existía ya una amplia tradición de crítica social o de indiferencia política centrada en lo que se llamó contracultura. El antecedente de esta postura ante la guerra —ante la vida— fue la revuelta cultural iniciada a fines de la segunda guerra mundial por los miembros de la llamada generación beat.
El peligro de la “bomba”, nacido al amparo de la guerra fría, había provocado que, durante la década de los cincuenta, surgiese en todas partes una nueva actitud vital: si el mundo podía desaparecer en cualquier momento, ésta merecía ser vivida con mayor intensidad. El movimiento beat nació al término de la segunda guerra mundial, cuando pequeños grupos de jóvenes estadounidenses “locos de vivir, locos de hablar, locos de ser salvados” que acababan de regresar al país se dieron cuenta de que su viejo mundo se había acabado y que poco tenían que hacer en una sociedad de la cual ya no se sentían parte. Para ellos, el “sueño americano” fue sustituido por un ansia de libertad. Su forma de vivir reflejaba esta desazón. Según resumió un estudioso del movimiento, “hacían el amor libremente con mujeres negras, bailaban y tocaban jazz y vivían en cuartuchos sórdidos, fascinados por las drogas”.
Bajo la influencia de William Burroughs, en 1956 Allen Ginsberg publicó el poema Howl, una especie de manifiesto beat, en el cual se hablaba por primera vez abiertamente de sexo y drogas. En 1957, Jack Kerouac contribuyó con su novela On the Road a resumir el entorno en el que se desenvolvían estos jóvenes: el destino al garete, la falta de oportunidades, la indiferencia y oposición de los jóvenes a un mundo burgués que ya no les pertenecía. Fue el propio Kerouac quien, en 1948, había inventado el término beat para referirse a sus contemporáneos: su nombre (derivado del vocabulario del jazz y del tráfico de drogas) resume la forma como se veían a sí mismos estos muchachos, su condición de víctimas de una sociedad incapaz de comprenderlos. Como en aquellos años se vivían también los mejores momentos de la carrera espacial y los rusos acababan de lanzar su satélite Sputnik, los beats se transforman en beatniks.
Casi en la misma época, un ritmo de los negros, el rhythm and blues, comenzó a ser cantado también por blancos; pronto se transformó en el rocanrol, y, por su éxito inmediato, parecía destinado a cambiar profundamente los hábitos de los jóvenes en todo el mundo. Según el novelista José Agustín, el término “podría traducirse como ‘mécete y gira’, pero, según The Rolling Stone Rock’n Roll Encyclopedia, en realidad se trata de un eufemismo usado en el medio del blues que significa ‘intercambio sexual’”.De acuerdo con este mismo escritor, el primer éxito masivo de esta corriente fue “Al compás del reloj”, de Bill Haley y sus Cometas, que fue tema musical de la película Semilla de maldad en 1955. A partir de entonces, el rocanrol se popularizó en todo el mundo.
Gracias a Elvis Presley y a los Beatles, un grupo inglés formado en 1960, las viejas tendencias del movimiento beatnik tomaron por asalto los medios de comunicación y comenzaron a extenderse por todo el mundo. La prensa, el radio y el cine, y al poco tiempo también la televisión, se encargaron de provocar un fenómeno inédito de inmediatez noticiosa y de comunicación sin fronteras. Los Beatles resumieron, en más de un sentido, el espíritu de la época: su éxito descomunal provenía de una identificación directa con los jóvenes, capaz de llegar a todos los países. Tras asimilar el rock estadounidense, crearon una nueva variante que logró unir a miles de jóvenes; vestidos como sus coetáneos, se dieron a la tarea de exaltar la libertad y las drogas —los puntos que los ligan con los beats— con discos como Sgt. Pepper’s Lonely Heart Club Band (1967).
Líderes indiscutibles de los jóvenes, los Beatles ejercieron, a lo largo de los sesenta, una influencia mucho mayor que la de los principales teóricos de la revolución. Acaso por este motivo el rocanrol fue tan atacado por las sociedades conservadoras tanto de Estados Unidos como de México. José Agustín recuerda que “desde los hogares, las escuelas, el gobierno, los púlpitos y los medios de difusión se satanizaba al rocanrol porque era la puerta a la disolución, el desenfreno, el vicio, la drogadicción, la delincuencia, la locura, ¡el infierno!: el rock era cosa del demonio. O comunista, porque en esos tiempos se vivían Los Grandes Furores Anticomunistas”.
En México, los jóvenes no tardaron en copiar —y adaptar— la nueva música que provenía del norte. Decenas de grupos comenzaron a traducir las canciones de los ídolos de moda, alcanzando hacia principios de los sesenta gran éxito de ventas. La apertura en esta misma época de los “cafés cantantes” —pequeñas cafeterías a las cuales asistían quienes deseaban escuchar rock— proporcionó uno de los pocos espacios de entonces que permitía la reunión de los jóvenes, a pesar de las continuas clausuras a las que eran sometidos.
Paralelamente al rock, una nueva moda — de hecho, una nueva forma de contemplar la vida — marcó la actitud de los jóvenes de los sesenta: el movimiento hippie. De algún modo, éste también había tenido su origen en los beats.
En su constante enfrentamiento con el sistema, los beatniks gustaban de huir hacia lugares exóticos, sitios en los cuales la vida salvaje aún estuviese, en su opinión, a flor de piel. Para ellos, México cumplía estas condiciones: ahí, su principal hallazgo fue la marihuana, que pronto transportaron a sus cuartos de San Francisco. Curtidos por las experiencias con las drogas, los beatniks se autonombraban hipsters, puesto que la expresión “to be on the hip” significaba estar bajo el efecto de las drogas. No pasó mucho tiempo para que el ejemplo de estos outsiders veteranos despertara el interés de muchos jóvenes; cariñosa y burlonamente, comenzaron a llamar hippies a los muchachitos que comenzaban a seguirlos. Según José Agustín, el término fue empleado por primera vez por el periodista Michael Fallón, del San Francisco Examiner, para referirse a la gente que vivía en el barrio de Haight Ashbury.
Los hippies son a la vez una continuación y una negación de los beatniks. Mientras éstos eran serios y apagados, buscaban la realización personal en experiencias que se acercaban a la meditación oriental, los hippies transformaron el movimiento, llenándolo de vida y colorido. Pronto Haight Ashbury y Greenwich Village en Nueva York comenzaron a poblarse con estos jóvenes vestidos con colores chillantes que usaban el cabello largo y dejaban que collares con símbolos extraños pendiesen de sus cuellos, al tiempo que se dedicaban todo el día a oír rock y a consumir LSD. El sacerdote Enrique Marroquín — de quien se decía que oficiaba misas habiendo consumido drogas —, en su estudio La contracultura como protesta, calcula que en 1967 habría unos doscientos mil hippies en Estados Unidos.21 Y, según José Agustín, a mediados de 1966 ya habría unos quince mil sólo en San Francisco.
El movimiento hippie trajo consigo una parafernalia de símbolos que le daba un sello distintivo; combinaba el pacifismo con el culto a la droga, el rock con el colorido de los sueños alucinógenos, la libertad sexual con el desprendimiento material y las religiones orientales. Sin embargo, acaso el elemento más importante y perdurable del movimiento fuese, asimismo, su carácter contracultural, su abierto rechazo a los valores del momento.
Otro de sus rasgos altamente significativos fue su carácter pacifista: sus lemas eran “Flower Power” y, desde luego, “Peace-and-Love”. Su actitud, aunen los casos menos politizados, era de enfrentamiento al espíritu belicoso del gobierno estadounidense. El conocido símbolo de la paz que llevaban colgado al cuello era un auténtico desafío al estado, una objeción de conciencia que resultaba subversiva y que ese mismo estado castigaba y perseguía sin tregua.
Amparado en un rechazo a los valores conservadores de la civilización occidental, el movimiento hippie — con figuras emblemáticas como la del escritor Ken Kesey — se convirtió en una verdadera contracultura. A cada uno de los valores determinantes de la sociedad occidental adulta, los jóvenes comenzaron a oponer otros, rescatados de las más diversas tradiciones, con elementos cuyo origen puede remontarse a Rousseau y su bon sauvage, los románticos alemanes, las religiones orientales y en general todos los exponentes del irracionalismo. Jerry Rubin, uno de los líderes del movimiento yippie de Berkeley, dice al respecto en su libro Do it!:
"Los adultos te han llenado de prohibiciones que tú has llegado a ver como naturales. Te dicen “haz dinero, trabaja, estudia, no forniques, no te drogues”. Pero tú haz precisamente lo que los adultos te prohíben, y no hagas lo que ellos te recomiendan. No creas a nadie mayor de treinta años"
Stuart Hall, en su importante estudio Los hippies, una contracultura, señala que éstos fueron “un islote de significados desviacionistas en el mar de su propia sociedad”, encargados de negar los valores tradicionales de Occidente.
La influencia de este movimiento contracultural fue mucho más amplia de lo que pudiese haberse previsto entonces. A pesar de su carácter marginal y de la oposición directa del gobierno y de la sociedad tradicionalista mexicana, los valores hippies impregnaron las actitudes de los jóvenes mexicanos.
En México, las experiencias del movimiento hippie fueron copiadas, en primera instancia, por los jóvenes de clase alta como una forma de identificarse con los patrones estadounidenses a los que estaban acostumbrados. Sólo después de un tiempo, las clases media y baja se encargaron, a su vez, de imitar esta moda de los ricos y adaptarla a su idiosincrasia particular. Pronto eran miles los jóvenes que se dejaban crecer el cabello, vestían ropas psicodélicas y se lanzaban a peregrinar en busca de droga a lugares como Real de Catorce y Huautla. Enrique Marroquín, uno de los pocos que en esa época se dedicaron a estudiar su comportamiento, ha llamado “xipitecas” a los jipis mexicanos.
Nuevamente, la discusión que entonces se llevaba a cabo en torno a ellos giraba sobre un polo común de la historia cultural mexicana: ¿Eran sólo la copia de un modelo extranjero? ¿O gracias a la apropiación de elementos autóctonos se convirtieron en parte de un movimiento mundial con sólidas características personales? Sin importar que una cosa u otra fuese cierta, el primer argumento fue el escogido a priori por el sistema para descalificarlos. En medio de la particular xenofobia mexicana, la condena que sufrieron fue casi unánime: no son verdaderos mexicanos, imitan lo extranjero sin conciencia, encarnan una subversión que no conviene.
En el conjunto de símbolos que copiaron del modelo estadounidense, acaso el más importante y el que más molestaba a la sociedad tradicional fue el cabello largo. Esta simple muestra de individualidad fue atacada una y otra vez y, por ello mismo, se convirtió en un emblema de la juventud. Marroquín afirma que el pelo largo fue condenado en virtud de una asociación primaria típica de una sociedad represora: el pelo largo es para las mujeres, si lo usa un hombre existe la posibilidad de confundirlo, con lo que aparece el horror a la homosexualidad.
Los jóvenes estaban convencidos de que se trataba de un signo de autonomía individual, una forma de regresar a cierto salvajismo en contra del carácter represivo de la civilización y de sus padres. No es casualidad que tanto los beatniks como los combatientes de la Sierra Maestra —con Castro y el Che como principales figuras— tuviesen largos mechones. De este modo, el cabello largo adquirió un tono de franco desafío: un jefe no podía soportar a un subordinado con el pelo largo porque ello significaba un desafío a la autoridad. Éste fue el motivo, también, por el cual las razzias llevadas a cabo por la policía mexicana contra los jóvenes tuviesen siempre el extravagante objetivo de raparlos.
Correlativo al cabello largo de los muchachos, las jóvenes comenzaron a vestir minifaldas. Surgidas en Inglaterra en la década de los cincuenta, estas prendas se popularizaron al asociarse al rock y de inmediato encontraron la oposición de los mayores. Desplazando el interés sexual hacia los muslos, las minifaldas se convirtieron, igualmente, en el símbolo de la época. Sin embargo, aun a pesar del carácter restrictivo de la sociedad mexicana, las minifaldas se volvieron lo suficientemente populares como para que su uso se extendiera a todas las clases sociales.
El lenguaje era, asimismo, otro signo distintivo de los jóvenes. En contra del comedimiento y la discreción que siempre habían caracterizado la vida pública mexicana — se trata de que las palabras, pronunciadas a media voz, nunca digan algo concreto, sino que lo eludan, que lo cerquen, que lo susurren al interlocutor —, empezaron a utilizar un vocabulario descarnado, lleno de groserías y términos explícitamente sexuales. De acuerdo con José Agustín, “utilizaban un caló que combinaba neologismos con términos de los estratos bajos, carcelarios, y se mezclaba con coloquialismos del inglés gringo, así es que se producía un auténtico espanglés: jipi, friquiar, fricaut (freak out), yoin (joint), díler (dealer), estón o estoncísimo (stoned), jai (hight)”. Gracias a este nuevo argot, los jóvenes habían vuelto a creer en el poder subversivo de las palabras: ellas le habían servido a la sociedad burguesa para ocultar la realidad y ahora serían las encargadas de propiciar la liberación. Compartían la idea, tan común entre intelectuales como Carlos Fuentes, de que el lenguaje es capaz de liberar a los hombres y de transformar a las sociedades.
Por último, un nuevo factor determinó el desarrollo de la cultura hippie: el consumo de drogas. La exploración de los psicotrópicos se convirtió en una verdadera moda. Su origen, como se sabe, estaba en las experiencias casi religiosas de los beatniks con la marihuana y el peyote, así como en el hecho de que las tropas estadounidenses en Vietnam pudiesen adquirir drogas a precios muy bajos. Desde el lado académico, también resultó notoria la influencia de Timothy Leary, un médico de Harvard que se convirtió en el principal impulsor de la experimentación con LSD.
Aunque su consumo en México era mucho menor que en Estados Unidos, la cultura del “ácido” se extendió en ambos países. Lo “psicodélico”, la mezcla de colores y formas cambiantes tan característica de los años setenta deriva en gran medida de la sensibilidad ocasionada por el ácido lisérgico y diversos psicotrópicos. En México, el peyote, empleado por los indígenas desde tiempos inmemoriales, y que había fascinado a muchos viajeros, era otra de las drogas que se consumían con frecuencia.
Si bien el número de auténticos xipitecas era reducido, sus ideas se expandieron rápidamente en toda la sociedad. Su aura de libertad individual y de rompimiento atraía la mirada de miles de jóvenes que quizás nunca habían leído a Marx, a Marcuse o a los demás teóricos de la revolución. Acaso sin diferenciar las diversas influencias que sufrían, estos muchachos se “contraeducaban” unos a otros con elementos hippies y revolucionarios, con los símbolos de la paz y los carteles del Che Guevara. Así, usos y costumbres innovadores se extendían de un lugar a otro. El carácter a la vez individualista y comunitario de los jipis habrá de marcar de modo indeleble la naturaleza de los movimientos estudiantiles que habrán de producirse a lo largo de 1968.
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