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lunes, 24 de junio de 2013

La leyenda de Urashima Tarō

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Leyenda japonesa

Hace muchos y muchos años, vivía Urashima en una isla del Japón. Era el único hijo de un matrimonio de pescadores muy pobres cuyas únicas pertenencias eran una red, una pequeña barca y una casita cerca de la playa. Pese a ser tan pobres, los padres de Urashima querían mucho a su hijo, un muchacho sencillo y muy bueno.

Un día, cuando Urashima volvía de pescar vió como unos niños estaban maltratando a una enorme tortuga. En ese momento Urashima se enfadó mucho y fue hacía los críos para reprenderlos y salvar a la tortuga. Cuando acabó de hablar con los niños y estos se fueron cabizbajos, cogió la tortuga y la llevó al mar. Cuando vió que la tortuga reaccionaba al contacto con el agua y se podía mover y nadar, regresó a casa la mar de contento.

Al cabo de un tiempo, Urashima se fue a pescar. Todo estaba tranquilo en el mar y Urashima tiraba al agua y recogía su red con entusiasmo. Una de las veces, al subir la red vio que estaba la tortuga que el había echado al mar unos días antes. Ésta le dijo: "Urashima, el gran señor de los mares se ha maravillado con la buena acción que hiciste conmigo, y me ha enviado para que te conduzca a su palacio. Además te quiere dar la mano de su hija, la hermosa princesa Otohime". Urashima accedió gustoso y juntos se fueron mar adentro, hasta que llegaron a Riugú, la ciudad del reino del mar. Era maravillosa. Sus casas eran de esmeralda y los tejidos de oro; el suelo estaba cubierto de perlas y grandes árboles de coral daban sombra en los jardines; sus hojas eran de nácar y sus frutos de las más bellas pedrería.

Urashima se casó con Otohime, la hija del rey del mar, y pasaron una semana de una felicidad completa. Pero al cabo de esos días, Urashima pensó que sus padre debían de estar preocupados por él, y decidió subir a la superficie para decirles que se encontraba bien y que se había casado. Otohime comprendió a su marido, y dio un pequeña caja de laca atada con un cordón de seda. Cuando se la dio, le dijo que si quería volver a verla no la abriera.

Cuando Urashima llegó al pueblo, todo había cambiado, ya no reconocía ni las casas ni a las personas. Y cuando busco la casita de sus padres sólo vio un gran edificio en el que nadie sabía nada de unos ancianos. Finalmente, un anciano, viendo la desesperación de Urashima empezó a recordar y le explicó que no lo recordaba muy bien, porque había pasado mucho tiempo, pero que recordaba a su madre haberle contado sobre la desdichada suerte de un par de ancianitos cuyo único hijo salió a pescar y no regresó jamás. Urashima empezó a comprender: mientras vivió en la ciudad del mar había perdido la noción del tiempo. Lo que le había parecido sólo unos cuantos días habían sido más de cien años.

Se dirigió a la playa, y sin saber que hacer abrió la caja que le había dado su mujer. Al instante un viento frío salió de la caja y envolvió a Urashima. Éste recordó lo que le había dicho su mujer pero de pronto se sintió muy cansado, sus cabellos se volvieron blancos y cayó al suelo. Cuando a la mañana siguiente fueron los muchachos a bañarse, vieron tendido en la arena a un anciano sin vida. Era Urashima que había muerto de viejo.
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lunes, 10 de junio de 2013

Leyenda de la creación

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De Antología negra (Mitos, leyendas y cuentos africanos)
de Blaise Cendrars

Cuando las cosas no existían aún, Mebere, el Creador, hizo al hombre con tierra de arcilla. Tomó la arcilla y modeló un hombre. Así dio comienzo este hombre, y comenzó como lagarto. Al lagarto, Mebere lo colocó en una alberca de agua de mar. Cinco días, y aquí tienen: cinco días pasó con él en la alberca de las aguas, y lo sumergió dentro. Siete días: estuvo dentro siete días. Al octavo, Mebere fue a verlo, y asómbrate que el lagarto sale, y asómbrate que ya está fuera. Resulta que es un hombre. Y dice al Creador:

-  Gracias.
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miércoles, 15 de mayo de 2013

El nombre secreto de Ra

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De Leyendas de Egipto de Kyle Brown


Ra, el Único Creador, se hacía visible a todo el pueblo de Egipto bajo la forma del disco solar, pero también era conocido bajo muchas otras.

Era capaz de aparecer como un hombre coronado, como un halcón o bien como un hombre con cabeza de halcón y de la misma manera, como el escarabajo pelotero empuja las bolas de excrementos, los egipcios representaban a Ra como un escarabajo que empujaba el Sol a través del cielo.

En unas cavernas profundas debajo de la tierra se escondían otros sesenta y cinco formas de Ra; seres misteriosos de cuerpo momificado y con la cabeza de pájaro, serpiente, plumas o flores.

Los nombres de Ra eran tan numerosos como sus formas: era el Radiante, el Oculto, el Renovador de la Tierra, el Viento de las Almas, el Ensalzado, pero había un nombre del Dios Sol que, desde el principio de los tiempos, nunca jamás había sido pronunciado.

Llegar a conocer ese nombre secreto de Ra significaba mucho. Nada más y nada menos que tener el poder por encima de él y sobre todo el mundo que había creado.

Isis se deleitaba por poseerlo. Había soñado que un día tendría un hijo maravilloso con cabeza de halcón, que se llamaría Horus. Ella deseaba el trono de Ra para darlo a su propio hijo.

Isis era la Señora de la Magia, mucho más sabia que millones de hombres, pero conocía perfectamente que no existía absolutamente nada en toda la creación con el poder suficiente para poder dañar a su Creador. La única cosa posible era poner el propio poder de Ra contra él mismo y finalmente, tras mucho pensarlo, Isis concebió un plan cruel y astuto.

Todos los días, el dios Sol visitaba su reino, y lo hacía acompañado de un nutrido grupo de espíritus y divinidades menores, pero Ra se iba haciendo cada vez más viejo. La vista y las piernas le empezaban a flaquear y también estaba empezando a perder un poco la cabeza.

Una mañana, Isis se mezcló con un grupo de divinidades menores y siguió la comitiva del Rey de los Dioses. Observó con cuidado la cara de Ra, hasta que vio que la saliva le goteaba como un terrón.

Tras asegurarse bien de que nadie la estaba observando, recogió con una pala el trozo de tierra y se lo llevó. Entonces, Isis mezcló la tierra con la saliva de Ra para hacer arcilla y con ella modeló una serpiente de aspecto maléfico. Durante todas las horas de oscuridad, fue susurrando encantamientos a la serpiente de arcilla, que reposaba sin vida en sus manos. Después, la astuta diosa la llevó hasta un cruce de camino que el dios siempre tomaba. Escondió a la serpiente en medio de la alta hierba y regresó rápidamente a palacio.

A la mañana siguiente Ra salió a pasear por su reino y, como de costumbre, fue acompañado de su séquito de espíritus y divinidades menores que se arremolinaban detrás de él.

Cuando se acercaba al cruce, los encantamientos de Isis empezaron a hacer efecto y la serpiente se estremeció de vida. En el instante en que el dios Sol pasó, le mordió en el tobillo y acto seguido volvió a convertirse en un montón de tierra. Tras el mordisco, Ra lanzó un grito que pudo oírse por toda la creación.
 
- He sido herido por alguna cosa mortal –dijo Ra con un hilo de voz-. Me lo dice el corazón, a pesar de que mis ojos son por completo incapaces de verlo. Sea lo que sea, no lo he hecho yo, Señor de la Creación. Estoy totalmente convencido de que ninguno de vosotros me habría hecho una cosa tan terrible, ¡pero sabed que nunca había sufrido tanto! ¿Cómo puede haberme sucedido esto a mí? Yo soy el Creador Único, el hijo del abismo acuoso. Soy el dios de los mil nombres, pero mi nombre más secreto fue pronunciado una única vez, antes del principio de los tiempos. Y fue precisamente escondido en el interior de mi cuerpo para que nadie nunca lo pudiera saber ni me pudiera lanzar encantamientos. Y, sin embargo, mientras paseaba por mi reino, alguna cosa me ha herido y ahora el corazón me quema y las piernas no paran de temblar. ¡Id a buscar a la Enéada! ¡Haced venid a mis hijos! Entienden de magia y su sabiduría penetra el cielo.

Los mensajeros marcharon a toda prisa a buscar a los dioses, y de los cuatro pilares del mundo vino la Enéada: Shu y Tefenet, Geb y Nut, Seth y Osiris, Isis y Neftis. Los enviados recorrieron cielo y tierra y el abismo acuoso para reunir a todas las divinidades creadas por Ra.

De los pantanos vinieron Heket, el de cabeza de rana; Wadjet, la diosa cobra, y el temible dios Sobek, con su cabeza de cocodrilo. De los desiertos llegaron el feroz Selkis, la diosa escorpión; Anubis, el chacal, guardián de los muertos, y también Nekhbet, la diosa del buitre.

De las ciudades situadas en el Norte vinieron la guerrera Neith; la bondadosa Bastet, con cabeza de gato; la feroz Sekhmet, con cabeza de léon, y Path, el dios de los oficios.

De las ciudades del Sur llegaron Onuris, el cazador de vino, y el dios Khnum, el de cabeza de cordero. Todos habían sido llamados al lado de Ra.

Dioses y diosas se reunieron alrededor del dios Sol, llorando y gimiendo, de miedo a que pudiera llegar a morir. Isis estaba de pie en medio de todos, dándose golpes en el pecho y haciendo ver que estaba tan angustiada y perpleja como todas las demás divinidades.

- Padre de todos –dijo poniendo gran dolor en el tono de voz-, ¿qué te ha sucedido? ¿Acaso te ha mordido una serpiente? ¿Alguna criatura miserable ha osado atacar a su Creador? Pocos dioses se pueden comparar a mí por su sabiduría y además soy la Señora de la Magia. Si me dejas ayudarte estoy más que convencida que podré sanar todos tus males.
 
Ra agradeció profundamente estas palabras de Isis y les contó detalladamente lo que le había sucedido.

- Ahora estoy más frío que el agua y más caliente que el fuego- se lamentó el dios Sol-. Los ojos se me oscurecen. No puedo ver el cielo y tengo el cuerpo lleno de sudor por la fiebre.

  - Ahora deberías decirme tu nombre completo – dijo la astuta Isis -. Así lo podré utilizar para mis encantamientos. Sin esto, ni el más grande de los magos te podrá ayudar.

- Soy el creador del cielo y la tierra – dijo Ra-. He hecho las alturas y las profundidades, he fijado horizontes al Este y al Oeste. Al alba, me elevo a Khepri, el escarabajo, y navego por el cielo en la Barca de Millones de Años. Al mediodía luzco en los cielos como Ra, y al anochecer, soy Ra-Atum, en el sol poniente.

 

- Todo esto ya lo sabemos – dijo Isis -. Si de verdad deseas que encuentre un encantamiento para sacarte el veneno, tendré que hacer uso de tu nombre más secreto. Menciona por una vez tu nombre y vive.

- El nombre secreto me fue dado para que pudiera vivir de forma tranquila – gimió Ra - y para que no tuviera que temer a ninguna criatura viviente. ¿Cómo quieres que lo devele?

Isis no dijo nada y se arrodilló al lado del dios, cuyo sufrimiento iba en aumento. Cuando se le hizo insoportable, Ra ordenó a los demás dioses que se apartasen y después, le dijo su nombre secreto a Isis.

- Ahora el poder del nombre secreto ha pasado de mi corazón al tuyo – dijo Ra cansadamente -. Con el tiempo lo podrás revelar a tu hijo, ¡pero adviértele que nunca traicione el secreto!.

Isis dijo que sí con la cabeza y se puso a recitar un poderoso encantamiento que consiguió expulsar todo el veneno del cuerpo de Ra; pasado poco tiempo el dios Sol se levantó más fuerte que antes y regresó a la Barca de Millones de Años para proceder a sus diarios paseos durante los cuales contempló todo cuanto había salido de su mano.

Isis, habiendo conseguido aquello que más ambicionaba en el mundo, gritó de alegría debido a que su plan había sido todo un éxito. Ahora tenía el convencimiento de que un día su hijo Horus se sentaría en el trono de Egipto y ostentaría el poder de Ra.
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Kali decapitada

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De Cuentos Orientales de Marguerite Yourcenar


Kali, la terrible diosa, merodea por las llanuras de la India. Puede vérsela simultáneamente en el Norte y en el Sur, y al mismo tiempo en los lugares santos y en los mercados. Las mujeres se estremecen al verla pasar, los hombres jóvenes, dilatando las ventanas de la nariz, salen a la puerta para verla, y los niños recién nacidos ya saben su nombre. Kali, la negra, es horrible y bella. Tan delgada es su cintura que los poetas que la cantan la comparan con la palmera. Tiene los hombros redondos como el salir de la luna de otoño; unos senos turgentes como capullos a punto de abrirse; sus muslos ondean como la trompa del elefante recién nacido, y sus pies danzarines son como tiernos brotes. Su boca es cálida, como la vida; sus ojos profundos, como la muerte. Tan pronto se mira en el bronce de la noche como en la plata de la aurora o en el cobre del crepúsculo, y se contempla en el oro del mediodía. Pero sus labios no han sonreído jamás; un collar de huesecillos rodea su alto cuello y en su rostro, más claro que el resto del cuerpo, sus grandes ojos son puros y tristes. El rostro de Kali, eternamente mojado por las lágrimas, está pálido y cubierto de rocío como la faz inquieta de la mañana.
 
Kali es abyecta. Ha perdido su casta divina a fuerza de entregarse a los parias y a los condenados, y su rostro, al que besan los leprosos, se halla cubierto de una costra de astros. Se aprieta contra el pecho sarnoso de los camelleros procedentes del Norte, que nunca se lavan a causa de los grandes fríos; se acuesta en los lechos infectados de piojos con los mendigos ciegos; pasa de los brazos de los Brahmanes al abrazo de los miserables -raza fétida, deshonra de la luzencargados de bañar los cadáveres; y Kali, tendida en la sombra piramidal de las hogueras, se abandona sobre las tibias cenizas. Ama asimismo a los barqueros, que son fuertes y ásperos; acepta hasta a los negros que sirven en los bazares, a quienes se azota más que a las bestias de carga; frota su cabeza contra sus hombros, cuajados de rozaduras por el ir y venir de los fardos.
Triste como una enferma con fiebre que no consiguiera encontrar agua fresca, va de pueblo en pueblo, de encrucijada en encrucijada, a la búsqueda de los mismos monótonos deleites. Sus piececitos bailan frenéticamente, moviendo las ajorcas, que tintinean, pero sus ojos no cesan de llorar, su boca amarga nunca besa, sus pestañas no acarician las mejillas de los que la abrazan, y su rostro permanece eternamente pálido como una luna inmaculada. Hace mucho tiempo, Kali, nenúfar de la perfección, se sentaba en el trono del cielo de Indra como en el interior de un zafiro; los diamantes de la mañana brillaban en su mirada y el universo se contraía o se dilataba según los latidos de su corazón

Pero Kali, perfecta como una flor, ignoraba su perfección y, pura como el día, no conocía su pureza. Los dioses celosos acecharon a Kali una noche de eclipse, en un cono de sombra, en el rincón de un planeta cómplice. Fue decapitada por el rayo. En vez de sangre, brotó un chorro de luz de su nuca cortada. Su cadáver, dividido en dos trozos y arrojado al Abismo por los Genios, rodó hasta llegar al fondo de los Infiernos, por donde se arrastran y sollozan aquellos que no han visto o han rechazado la luz divina. Sopló un viento frío condensó la claridad que se puso a caer del cielo; una capa blanca se acumuló en la cumbre de las montañas, bajo unos espacios estrellados donde empezaba a hacerse de noche. Los dioses-monstruos, el dios-ganado, los dioses de múltiples brazos y múltiples piernas, semejantes a unas ruedas que dan vueltas, huían a través de las tinieblas, cegados por sus aureolas, y los Inmortales, despavoridos, se arrepintieron de su crimen.

Los dioses contritos bajaron del Techo del Mundo hasta el abismo lleno de humo por donde se arrastran los que existieron. Franquearon los nueve purgatorios; pasaron por delante de los calabozos de barro y de hielo en donde los fantasmas, roídos por el remordimiento, se arrepienten de las faltas que cometieron, y por delante de las prisiones en llamas donde otros muertos, atormentados por una codicia vana, lloran las faltas que no cometieron. Los dioses se sorprendían al hallar en los hombres aquella imaginación infinita del Mal, aquellos recursos y aquellas innumerables angustias del placer y del pecado. Al fondo del osario, en un pantano, la cabeza de Kali sobrenadaba como un loto, y sus largos y negros cabellos se extendían a su alrededor como raíces flotantes. 
Recogieron piadosamente aquella hermosa cabeza exangüe y se pusieron a buscar el cuerpo que la había llevado. Un cadáver decapitado yacía en la orilla. Lo cogieron, colocaron la cabeza de Kali encima de aquellos hombros y reanimaron a la diosa.
Aquel cuerpo pertenecía a una prostituta, ajusticiada por haber tratado de entorpecer las meditaciones de un Brahman. Sin sangre, aquel cadáver parecía puro. La diosa y la cortesana tenían ambas, en el muslo izquierdo, el mismo lunar.
Kali no volvió, nenúfar de perfección, a sentarse en el trono del cielo de Indra. El cuerpo, al que habían unido la cabeza divina, sentía nostalgia de los barrios de mala fama, de las caricias prohibidas, de los cuartos en donde las prostitutas meditan secretas orgías, acechan la llegada de los clientes a través de las persianas verdes. Se convirtió en seductora de niños, incitadora de ancianos, amante despótica de jóvenes, y las mujeres de la ciudad, abandonadas por sus esposos y considerándose ya viudas, comparaban el cuerpo de Kali con las llamas de la hoguera. Fue inmunda como una rata de alcantarillas y odiada como la comadreja de los campos. Robó los corazones como si fueran un pedazo de entraña expuesto en los escaparates de los casqueros. Las fortunas licuadas se pegaban a sus manos como panales de miel. Sin descanso, de Benarés a Kapilavistu, de Bangalor a Srinagar, el cuerpo de Kali arrastraba consigo la cabeza deshonrada de la diosa, y sus ojos límpidos continuaban llorando.

Una mañana, en Benarés, Kali, borracha, haciendo muecas de cansancio, salió de la calle de las cortesanas. En el campo, un idiota que babeaba tranquilamente sentado en un montón de estiércol se levantó al verla pasar y se echó a correr tras ella. Ya sólo le separaba de la diosa la longitud de su sombra. Kali aminoró el paso y dejó que el hombre se acercara.
Cuando él la dejó, emprendió de nuevo el camino hacia una ciudad desconocida. Un niño le pidió limosna; ella no le avisó de que una serpiente dispuesta a morder se erguía entre dos piedras. Sentía un gran furor contra todo ser viviente y al mismo tiempo un deseo atroz de aumentar con ello su sustancia, de aniquilar a las criaturas saciándose con ellas. Se la pudo ver en cuclillas junto a los cementerios; su boca masticaba los huesos como los dientes de las leonas. Mató como el insecto hembra que devora a sus machos; aplastó a los hijos que paría como una cerda que se revuelve contra su camada. Y a los que exterminaba, los remataba después bailando encima de ellos. Sus labios, maculados de sangre, exhalaban el mismo olor insípido de las carnicerías, pero sus abrazos consolaban a sus víctimas y el calor de su pecho hacía olvidar todos los males.

En la linde de un bosque, Kali tropezó con el Sabio.

Se hallaba sentado, con las piernas cruzadas, con las palmas unidas, y su cuerpo descarnado estaba tan seco como la leña preparada para encender la hoguera. Nadie hubiera podido adivinar si era muy joven o muy viejo; sus ojos, que todo lo percibían, apenas eran visibles por debajo de sus párpados medio cerrados. La luz se disponía en torno a él en forma de aureola, y Kali sintió subir de las profundidades de sí misma el presentimiento del gran descanso definitivo, parada áe los mundos, liberación de los seres, día de bienaventuranza en que la vida y la muerte serían igualmente inútiles, edad en que Todo se resorbe en Nada, como si esa pura nada que acababa de concebir se estremeciera en ella a la manera de un futuro hijo.
 
El Maestro de la gran compasión levantó la mano para bendecir a la que pasaba.

- Mi cabeza muy pura fue soldada a la infamia -dijo ella-. Quiero y no quiero; sufro y, no obstante, gozo; me da horror vivir y miedo morir.

-Todos estamos incompletos - dijo el Sabio -. Todos nos hallamos divididos y somos fragmentos, sombras, fantasmas sin consistencia. Todos creemos llorar y gozar desde hace siglos.

- Yo fui diosa en el cielo de Indra - dijo la cortesana.

- Y tampoco estabas libre del encadenamiento de las cosas, y tu cuerpo de diamante no estaba más resguardado de la desgracia que tu cuerpo de barro y carne. Tal vez, mujer sin ventura, al errar deshonrada por los caminos te hallas más cerca de acceder a lo que no tiene forma.

- Estoy cansada -gimió la diosa.

Entonces tocando las trenzas negras y manchadas de ceniza con la punta de los dedos, dijo el Sabio:

- El deseo te enseñó la inanidad del deseo; el arrepentimiento te enseña la inutilidad de arrepentirte. Ten paciencia, ¡oh, Error!, del que todos formamos parte... ¡Oh, Imperfecta!, en quien la perfección toma conciencia de sí misma, ¡oh Furor!, que no eres necesariamente inmortal...
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martes, 7 de mayo de 2013

El dios - árbol

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De Mitos y Leyendas hindúes y budistas 
 de Sister Nivedita y Ananda K. Coomaraswamy

Tiempo atrás, cuando Brahmadatta era rey de Benarés, vino esto a su mente: «En todas
partes en la India hay reyes cuyos palacios tienen muchas columnas; ¿qué sucedería si yo construyera un palacio soportado por una sola columna? Entonces yo sería el primero y único rey entre todos los otros».
Reunió a sus artesanos y les ordenó construir un magnífico palacio soportado por un solo pilar. «Será hecho», dijeron, y se marcharon al bosque. 
Allí encontraron un árbol alto y recto, apropiado para ser el único pilar de tal palacio. Pero el camino era demasiado difícil y las distancias demasiado grandes para que ellos trajeran el tronco a la ciudad; entonces volvieron al rey y le preguntaron qué hacer. «De una forma u otra», les dijo, «traedlo, y Fsin demora.» Pero ellos contestaron que nadie ni de ninguna forma podía hacerlo. «Entonces», dijo el rey, «debéis elegir un árbol de mi propio parque».

Allí ellos encontraron un señorial árbol sal, recto y hermoso, adorado igualmente por la ciudad y el pueblo y la familia real. Se lo dijeron al rey, y él les dijo: «Bien, derribad el árbol inmediatamente». Pero ellos no podían hacerlo sin hacer al dios-árbol que allí vivía las ofrendas de costumbre, y pidiéndole a él mismo que muriera. Entonces hicieron ofrendas de flores y ramas y lámparas encendidas, y dijeron al árbol: «Oh el séptimo día a partir de éste derribaremos el árbol, por orden del rey. ¡Permite que cualquier deva que pueda estar habitando en el árbol parta a cualquier sitio, y que la culpa no caiga sobre nosotros!» El dios que habitaba en el árbol oyó lo que decían, y pensó esto: «Estos artesanos están de acuerdo en derribar mi árbol. Yo mismo moriré cuando mi árbol sea destruido. Y los jóvenes árboles sal junto a mí en los que viven muchos devas de mis parientes y amigos también serán destruidos. Mi propia muerte no me afecta tanto como la destrucción de mis hijos, por ello, dejadme, si es posible, por lo menos salvar sus vidas.» Así a media noche el dios árbol, divinamente radiante, entró en la cámara resplandeciente del rey, iluminando con su gloria toda la habitación. El rey se sobre-saltó y tartamudeó: «i,Qué haces tú, tan divino y tan lleno de pena?» El príncipe deva respondió: «Me llaman en tu reino, oh rey, el árbol de la suerte; durante sesenta mil años todos los hombres me han amado y adorado. En muchas casas y en muchos pueblos y muchos palacios, también, ellos nunca me hicieron mal.


¡Honradme vos como ellos lo hicieron, oh rey!» Pero el rey respondió que un árbol así era
justamente el que necesitaban para su palacio, un tronco tan fino y alto y recto; y en ese palacio, dijo, «tú durarás mucho tiempo, admirado por todos los que te miren». El dios árbol contestó: «Si debe ser así, entonces tengo un deseo para pediros: Cortad de mi primero la copa, luego el medio y después la raíz» El rey protestó que esto era una muerte más penosa que la de ser derribado entero. «Oh señor del bosque», dijo, «¿qué ganas así al ser cortado parte por parte y pieza por pieza?» A lo que el árbol de la suerte respondió: «Hay una buena razón para mi deseo: mis amigos y parientes han crecido a mi alrededor, bajo mi sombra, y yo los aplastaría si caigo entero sobre ellos y sufrirían excesivamente».
 
Ante esto el rey se quedó profundamente conmovido, y pensó en las razones nobles del árbol, y, alzando sus manos a modo de saludo, dijo: «Oh árbol de la suerte, señor del bosque, dado que tú salvas a tus parientes, yo te salvaré a ti; así que no temas nada».

Entonces el dios árbol dio al rey buen consejo y se fue por su camino; y el rey al día siguiente dio generosas limosnas y gobernó hasta que llegó el momento para su partida al mundo celestial.
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lunes, 29 de abril de 2013

Leyenda del Niño y la Rana Chan Chu

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Cuento chino

Una vez, un niño campesino estaba jugando en una charca cuando vio una rana y le arrojó una piedra. La rana se escondió bajo el agua. El niño, ya arrepentido, se dirigía todos los días a la charca para darle de comer, pero ésta nunca salía. El niño fue creciendo pero no por ello dejó de dejarle alimentos todos los días. Un día la volvió a ver y notó que tenía tres patas por el golpe que él le había ocasionado años atrás y le pidió perdón. El tiempo pasó y el campesino tuvo un hijo que se enfermó y no tenía dinero para comprar los caros medicamentos que le hacían falta. Un día, cuando el niño estaba agonizando, se escuchó a la rana croar. Ésta entró al lugar donde todos estaban junto al niño con una moneda de oro en la boca, con la que el campesino pudo comprar los medicamentos. La familia del niño, desde entonces, creó la Chan Chu en honor a la rana que los ayudó.
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jueves, 25 de abril de 2013

La creación del hombre

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De Leyendas de Egipto de Kyle Brown

Una vez creados todos los seres que debían hacer compañía a los dioses, se dio la vida al hombre.

Hubo quien dijo que la humanidad había brotado directamente de las lágrimas de alegría que había volcado Ra-Atum cuando recuperó a Shu y Tefenet de las aguas del caos.

Otros contaban que el primer hombre había sido modelado por Khnum, el dios con cabeza de cordero, en su torno de ceramista. Después de haber dado la vida a sus nuevas criaturas, el Creador les hizo una tierra para que vivieran en ella: se trataba del reino de Egipto.

Ra-Atum protegió Egipto de posibles peligros con enormes barreras de desierto, pero decidió crear también el río Nilo para que sus aguas lo inundasen periódicamente y así sus habitantes podrían tener ricas y abundantes cosechas. Después fue haciendo el resto de países y precisamente para ellos puso un Nilo en el cielo, lo que denominamos lluvia.

Ra hizo a su vez que existieran las estaciones y las divisiones temporales (meses) y cubrió la tierra de árboles, hierbas, flores y vegetales de todo tipo. Finalmente creó todas las especies de insectos y peces, de pájaros y animales terrestres, y les infundió el aliento de la vida.

Ra-Atum, contento y satisfecho con cuanto veía a su alrededor, es decir, su propia creación, se paseaba cada día sin descanso por su reino o bien navegaba por el cielo con la Barca de Millones de Años.

Cada vez que veían el Sol, las criaturas vivientes de las tierras de Egipto se alegraban y alababan a su poderoso Creador.

Finalmente, para poder frenar todas las fuerzas del caos y el mal, así como para poder defender el orden, la justicia y el bien, Ra-Atum inventó lo que se denominó realeza. Él fue el primero y más grande rey de Egipto y gobernó durante siglos y siglos con alegría y paz.
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