sábado, 13 de diciembre de 2014

Cuarenta y nueve días

.
De Eisenvogel: En las Montañas del Tíbet
de Yangzom Brauen

Mi bisabuelo deseaba que su esposa tuviera un entierro celeste, el funeral tibetano tradicional en el que, después de todas las oraciones y las bendiciones necesarias, los monjes dejan el cadáver expuesto para que lo devoren los buitres. En las montañas y las altas planicies tibetanas cavar fosas es poco menos que imposible; el terreno es duro, rocoso y con frecuencia está congelado, y resulta muy difícil conseguir leña para quemar a los muertos. 

Para los budistas deshacerse del cuerpo no es tan importante como su preocupación por la conciencia del fallecido. Una vez que el alma ha abandonado el cuerpo, el cadáver no es más que un recipiente vacío, según la creencia budista, y a ese recipiente debe dársele la mayor utilidad posible para beneficio de otras criaturas. Nosotros respetamos a las aves que se alimentan de carroña como a todos los seres vivos.

Los funerales celestes sólo pueden realizarse en lugares muy concretos, y los llevan a cabo expertos cualificados. Éstos tienen que despedazar el cadáver de una determinada manera, y luego romper y triturar los huesos. Para ello se necesita a alguien que sepa cómo abrir un cráneo y mezclar el cerebro con tsampa para que los buitres se coman todo cuanto sea posible. Después de ese banquete de lo transitorio no debería quedar prácticamente nada.

Lamentablemente, el padre de Kunsang no podía permitirse un funeral celeste para su esposa. El cementerio más cercano se encontraba a varios días de viaje. Le habría resultado demasiado complicado y muy caro trasladar el cadáver hasta allí, así que no le quedó más remedio que optar por una forma más modesta de enterramiento. Por fortuna había praderas en el valle donde podía cavarse una zanja y enterrar ahí el cuerpo de manera temporal.

—La conciencia de tu madre está ya camino de otro cuerpo — le dijo a Kunsang su padre —. Las oraciones del lama la acompañan.

Por lo general los entierros se realizaban con la ayuda de familiares, amigos y vecinos, y después a todos se les servía una copiosa comida. Pero sus amigos y sus vecinos les negaron la ayuda por miedo a que pudieran contagiarse de la mortal enfermedad a través del cadáver. Kunsang y su padre no tenían familiares cercanos en el pueblo. Los dos hermanos de aquélla eran monjes y se encontraban viajando por el país, y su hermana mayor era monja y vivía a varios días de arduo viaje. Ninguno de ellos sabía aún que su madre había muerto, de manera que el cortejo fúnebre hasta la zanja no sólo fue triste, sino solitario y laborioso también. Antes del entierro el padre de Kunsang había pedido a un astrólogo que calculara el mejor momento para que el cuerpo saliera de la cabaña de la montaña. A la hora señalada fue a la choza a recoger el cuerpo de su esposa y lo llevó a rastras hasta un murete, donde Kunsang tuvo que sostenerlo mientras su padre se encorvaba para echárselo a la espalda.

Bajó el estrecho y desigual sendero cargando con el cuerpo y tiró de él, arrastrándolo, en dirección a la zanja. 

Kunsang estaba horrorizada; se dio cuenta de que el cuerpo de su madre comenzaba a descomponerse, y lo irreversible de aquello empezó a hacerle mella mientras ayudaba a su padre a empujar el cuerpo de su pobre madre, a tirar de él y levantarlo para que no terminara hecho pedazos con el roce de los espinos y las piedras afiladas. Finalmente lo introdujeron en la zanja y lo taparon con piedras grandes. Kunsang intentó rezar junto con su padre, pero se atragantaba con las lágrimas.
 
Después ambos fueron al monasterio a llevar a los monjes un saco de tsampa, mantequilla, té y otros alimentos y a pedirles que rezaran por la fallecida durante cuarenta y nueve días. Durante este periodo las oraciones se dicen con el fin de ayudar a los difuntos para que no tengan miedo de lo que se les avecina, y mostrarles el camino hacia el renacimiento. Durante todas y cada una de esas siete semanas mi bisabuelo llevó ofrendas al monasterio. Kunsang y su padre reunieron las pertenencias de su madre —chupas, delantales, blusas, zapatos y joyas— y las llevaron al monasterio también.
 
Después los monjes canjearon las ropas de la mujer por alimentos y utensilios de cocina para satisfacer sus necesidades cotidianas.

Mi abuela me ha contado muchas veces que los difuntos pasan tres días reviviendo sus vidas hasta el más mínimo detalle. Al amanecer del tercero la conciencia regresa al cuerpo sin darse cuenta de lo que ha sucedido. Luego los muertos deambulan entre los vivos pero nadie los saluda, ni los mira ni los toca. Quieren estar con los vivos y no entienden por qué los ignoramos..., hasta que empiezan a abrigar una terrible sospecha. Para confirmar sus temores caminan sobre arena y ven con horror que no dejan huellas. Se meten en el agua y ven que no generan olas; intentan romper una rama y ven que ésta resiste como si no acusara su roce. Tratan de hacer todas estas cosas hasta que se dan cuenta de que ya no están entre los vivos; su conciencia se ha separado del cuerpo. 

Pasados esos tres días, la conciencia de los muertos se encuentra con cuarenta y dos deidades pacíficas y con cincuenta y ocho iracundas.
 
Cualquiera que haya visto imágenes de esas aterradoras divinidades podrá imaginar lo inquietantes y espantosos que deben de ser esos encuentros. Por ello es importante que los muertos vayan acompañados de las oraciones de los monjes, las cuales les preparan el alma para dichos encuentros.

Con las oraciones también se pretendía explicar a mi difunta bisabuela que los dioses que ella veía no eran reales sino meras ilusiones y no había por qué tenerles miedo. Los monjes colgaban imágenes de los cien dioses para que ella se acostumbrara a verlos. Asimismo hacían un sencillo dibujo de una mujer para representar a mi bisabuela y mostraban a esta imagen pequeñas estampas de las divinidades individuales. Muchos monjes tenían reservas de dichas estampas para ese propósito.

Después de los cuarenta y nueve días el padre de Kunsang sacó de la zanja el cuerpo de su esposa, esta vez con la ayuda de algunos monjes.
 
— La tierra no es un buen lugar para que los muertos descansen definitivamente — le dijo a Kunsang.

Los monjes quemaron el ya medio putrefacto cadáver y llevaron a cabo una ceremonia del fuego, ritual que aquieta y disipa todas las energías perjudiciales y apacigua a los espíritus que desean el mal a los muertos. Se vierte mantequilla líquida en las llamas y se ofrece como presente al dios del fuego, junto con otras doce sustancias, entre las que se incluyen arroz, harina, hierbas y flores. Los budistas tibetanos creen que el dios del fuego lleva la esencia de estas ofrendas a las otras deidades.
 
Después de la cremación se recogen las cenizas y se mezclan con arcilla y agua. La mezcla
resultante se introducía en un molde para hacer tsa tsa, que son pequeñas figuras de divinidades toscamente modeladas. Las cenizas podrían haberse arrojado al río, sencillamente, pero mi familia siempre ha sido muy religiosa, y las tsa tsa eran una opción más espiritual. Mi madre aún tiene el pesado molde de cobre con forma de embudo que la familia ha utilizado para hacer tsa tsa durante generaciones. Por dentro tiene finamente tallado un borde de loto, bajo el cual hay ciento ocho pequeñas cavidades. El ciento ocho es un número sagrado para los tibetanos. El molde se usa para hacer tsa tsa en forma de pequeño stupa, o monumento funerario, que representa a todo el universo.

Las tsa tsa pueden situarse en un lugar sagrado o puro, es decir, en cualquier sitio donde no pasten los animales, no se cultive y no se talen árboles. Pueden ponerse en un stupa o bajo un afloramiento rocoso en lo alto de las montañas, e incluso a orillas de un río, donde las olas se los llevarán poco a poco hasta el mar, un viaje inconcebiblemente largo para los tibetanos.

Fue mucho después cuando Kunsang se dio cuenta de que la muerte de su madre pudo deberse a la carne que había comido. Las tres personas que la habían ingerido habían enfermado; cuando regresaron del pueblo vecino, la amiga de la madre de Kunsang le había dado un poco a su hija. La razón por la que mi abuela no comió nada fue porque estaba dormida cuando su madre llegó a casa.

Las intoxicaciones alimentarias eran corrientes en aquellos tiempos. El único método que los tibetanos tenían para conservar la carne era el de la curación, pero el proceso se llevaba a cabo al aire libre o por encima del hogar, donde la carne podía contaminarse con facilidad.

Los budistas no deben matar animales. Cuando construían casas, trabajaban en los campos o en el jardín, o simplemente caminaban por un sendero, los tibetanos tenían cuidado de no pisar lombrices u otros insectos. Si encontraban arañas en las casas, las sacaban a la calle en lugar de matarlas. Sin embargo, como en las montañas crecían pocas cosas salvo cebada, algunas verduras, hierbas y pasto, la carne era la única fuente alimenticia alta en calorías y rica en proteínas. Las únicas personas que no comían carne eran aquellas que no podían permitírselo. En las poblaciones más grandes había surgido una casta de matarifes, por lo general musulmanes, que no seguían las normas religiosas budistas. Sin embargo, dado que no había musulmanes en los pueblos o entre los nómadas, muchos tibetanos tenían que matar animales ellos mismos. Evitaban matar animales pequeños, lo cual suponía que no comían pescado, aves de corral, conejos ni criaturas semejantes. Matar un animal pequeño supone destruir una vida igual que sacrificar un yak. Pero con un yak se alimentan decenas de personas, mientras que un pez a veces no da ni para saciar un estómago. Es mejor para el karma repartir la culpabilidad de matar entre muchos, de manera que se reduzca la culpa de cada individuo todo lo posible.

Cuando había que sacrificar a un animal, los tibetanos lo destripaban por completo y utilizaban casi todo: la carne y el pelo, el cuero o el pelaje, el cerebro, los intestinos, los tendones y los huesos. Era impensable tirar parte de un animal al que habían causado sufrimiento. Por esa razón la carne a menudo se guardaba durante demasiado tiempo, incluso después de que hubiera empezado a oler mal, una costumbre que tuvo trágicas consecuencias para la madre de Kunsang.
.

No hay comentarios:

Compartir

 
Creative Commons License
This obra by Arturos (Basiliskus) is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial 2.5 México License.
Based on a work at basiliskus.blogspot.com.