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De Por qué no soy musulmán, de Ibn Warraq
(Capítulo 3: El Corán)
Se afirma que Dios es omnipotente, omnisciente y benévolo. No obstante, actúa como un tirano colérico, incapaz de dominar a sus rebeldes subditos. Es iracundo, arrogante, celoso, todos ellos defectos sorprendentes en un Ser perfecto. Si se basta a Sí mismo, ¿por qué necesita a la humanidad?
Si es todopoderoso, ¿por qué demanda la ayuda humana? Y, sobre todo, ¿por qué escogió a un oscuro mercader árabe de un rincón aislado y atrasado del mundo para hacer de él su último mensajero en la tierra? ¿Es coherente con un Ser de moralidad suprema exigir alabanza y adoración de las criaturas que Él mismo ha creado? ¿Cómo juzgar la extraña psicología de un Ser que crea humanos — o, más bien, autómatas — y programa a algunos de ellos para que se postren en el polvo cinco veces al día como homenaje a Él mismo? Este obsesivo deseo de alabanza dista mucho de ser una virtud moral y sin duda es indigno de un Ser de moralidad suprema.
Palgrave hace una vivida descripción, absolutamente exacta, del dios coránico, y dice entre otras cosas:
A primera vista cabría esperar que este tremendo Autócrata, este Poder incontrolado y carente de compasión, esté muy por encima de cualquier pasión, deseo o inclinación. Sin embargo, no es así, puesto que tiene respecto a sus criaturas un sentimiento principal, origen de sus acciones: los celos, miedo de que puedan atribuirse algo que sólo a Él le pertenece e invadir así su reino que todo lo absorbe. Por ello está más dispuesto a castigar que a recompensar, a infligir dolor que a procurar placer, a destruir que a construir. Su particular satisfacción es hacer que sus criaturas sientan continuamente que no son más que Sus esclavos, Sus instrumentos — y unos instrumentos por cierto desdeñables —, y que deben reconocer Su superioridad y saber que Su poder es superior al suyo, Su astucia superior a la suya, Su voluntad superior a la suya, Su orgullo superior al suyo; o, mejor dicho, que no hay más poder, más astucia, más voluntad, más orgullo que los de Dios. [...] Puedo garantizar que la concepción de la Deidad que acabamos de dar, por monstruosa o blasfema que parezca, es exacta y literalmente la que el Corán expresa o intenta expresar. [...]
De hecho, cada frase de las precedentes, cada rasgo de este odioso retrato, ha sido tomado palabra a palabra, o al menos sentido a sentido, del «Libro» el mejor reflejo de la mente y alcances de su creador.
Y más adelante, hablando de la predestinación coránica — o, por mejor decir, según sus propias palabras, de la «precondenación» —, observa:
El paraíso y el infierno son totalmente independientes tanto del amor y el odio por parte de la Deidad, como de los méritos o falta de méritos, de la buena o mala conducta por parte de la criatura [...]. En una palabra, Dios hace arder a un hombre por toda la eternidad rodeado de cadenas al rojo vivo y ríos de fuego líquido, y coloca a otro en un placentero prostíbulo eterno entre cuarenta concubinas celestiales, sin más motivo que su propio placer y porque así lo desea..
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