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Volviendo a casa… ¿a casa? ¡Los Dajjales!
“Espera, espera, ven aquí” le dije a mi secuestradora, alzándole mi celular al oído “Habla con ella, dile en dónde estamos, ¿Cuál es tu dirección?”.
“¿Quién
es?” preguntó con espanto. Espanto que supuse que era de finalmente había
logrado romper el encantamiento, que había salido airoso del control mental,
como si hubiese estado bajo un letargo hipnótico comatoso. Su rostro cambió.
Era ahora amarillo resplandeciente y se veía tuerta. Se me vino a la mente el
“dajjal”, el anticristo de los musulmanes. Una deidad inmortal en perpetuo estado de putrefacción
sepulturera de dioses del panteón de los dioses antiguos. Aún con esa
asociación, ya no podía espantarme más, creí que estaba logrando vencerle y
que, con toda la fuerza de los cojones, lograría retornar a casa, sano y salvo.
“Es
mi hermana”. Le contesté, y ella enmudeció. Finalmente terminé de abrocharme
los tennies con felicidad y alivio. Po fin podía sentir mis manos, mis pies
calzando dentro de los calcetines y los tennies, con perfecta fluidez. Sentir
solidez. Que ya los objetos no se evadían trazando curvas y efectos de
derretimiento.
Tomé
el celular nuevamente, y lo puse en mi oído, diciéndole a mi hermana “No
cuelgues por favor no cuelgues, mantente así y dime cosas lógicas, ahora mismo
me voy a la casa, por favor no cuelgues, dime cosas, cualquier cosa, cosas de
tu escuela, de las prácticas”
Y mi
hermana con tono extrañado me comenzó a preguntar por el motivo de tales
peticiones. “Tú hazlo, por favor, quiero volver a la realidad, mantenme en éste
lado de la realidad, anda léeme algo de tus libros de farmacología, de
tratamiento clínico, lo que sea, algo aburrido, algo lógico”
Sin
darme cuenta, ya me encontraba afuera de la casa de mi amiga, abriendo por fin
el portón sin candado, manteniendo a mi interlocutora al teléfono. Mi amiga también estaba afuera, se le veía angustiada.
“Hey”
le dije “Gracias por todo, fue maravilloso, fue divino y fue infernal, ha sido
toda una aventura y espero ya jamás tener que repetirlo, hasta aquí ha llegado
el aprendizaje, gracias, gracias. De verdad gracias, te quiero mucho, eres una
muy buena persona, pero tienes una temible y terrible oscuridad dentro de ti,
tienes luz y oscuridad. Tu luz es bellísima, pero tu oscuridad en verdad es
maligna”
Ella
me volvió a decir que me quedara, que me esperara, pues ya iba a amanecer, que
todo estaría bien. Yo la vi al rostro, que seguía resplandeciente y tuerto.
Sentí una ternura tan profunda, paternal, amorosa, pero a la vez sentí lástima.
De pronto, los sentimientos paradójicos se encontraron en una encrucijada, dos
sentimientos coincidían en mi corazón. Era ésta ternura, mi deseo de estar con
ella. Pero el otro sentimiento, e del deber fue más fuerte, y como un general
duro, estricto y descorazonado, fusiló la debilidad naciente por ella.
“Bien,
entonces hasta… hasta luego, por favor, pide ayuda, necesitas ayuda, busca
ayuda. Eres una muy buena persona, no te desvíes, no te dejes engañar por
falsos maestros, falsos amigos, gracias, muchas gracias, siempre te estaré
agradecido” le dije a la vez que me hincaba y besaba sus pies en un gesto de
hondo respeto y reconocimiento como maestra espiritual.
Ella
me tomó de la mano izquierda sin decirme nada, pero en su tuerta mirada vi tristeza,
un algo de desolación, la desolación propia de las partidas. Mi mano derecha no
se despegaba de mi oído que tenía el auricular del celular con mi hermana al
otro lado, escuchando todo, probablemente aún modorra, creyendo que me
encontraba en avanzado estado de ebriedad.
Apresuré
mi paso, me ajusté la correa de la mochila al hombro, me di la media vuelta y
me fui caminado cuesta abajo por la larga calle que desembocaba en una de las
avenidas principales de la ciudad, esperando encontrar un taxi.
Luego
de unos 20 segundos de recorrido, miré atrás y la ví ahí parada afuera del
portal de su casa. La apocalíptica imagen del anticristo de un ojo se había
transfigurado, dejando por imagen la de una indefensa cría de cuervo
abandonada. Era ella un cuervito, abandonada por mis desputamadradas ideas
esquizofrénicas. La debilidad seguía viva, aunque ya estaba por morir.
No
pasó mucho cuando vi las luces de un automóvil que se detuvieron a mi lado. Era
un taxi. ¡Bendito taxi!, Abrí la puerta todo frenético, sin preguntarle por el
costo ni nada.
“¡Aaaaghh!”
Grité al ver horrorizado que el anciano taxista estaba también tuerto. “¡Oiga!,
¡¿Usted es real, verdad?!” le pregunté con el corazón dando redobles
asincopados de jazz.
“Claro
que sí, joven, soy real, muy real” me contestó despacio, con extrañeza y aún
una más extraña dulzura.
“Ufff,
gracias, gracias” le dije. Y enseguida me preguntó por la dirección a dónde
quería que me llevase. “Ah, dirección, dirección, sí, es verdad, dirección, mi
dirección es…mi dirección es…” y le pregunté a mi hermana por la dirección de
nuestra casa, y a la vez que me decía lentamente calle, número, colonia y
referencias de domicilio, le repetía al instante al taxista-anticristo, quien a
pesar de decirme que era real, no podía evitar la interferencia alucinatoria.
El
taxista vio mi estado alterado y nervioso. “¿Qué le hicieron, joven?” me
preguntó preocupado y apenado.
“Nada,
nada, es sólo que, bueno, tomé LSD, recién salgo del viaje, por eso estoy todo
nervioso, fueron tantas cosas, son tantas cosas, pero usted no se preocupe,
todo está bien” le dije a velocidad de rapero en pleno éxtasis cocainómano. Enseguida vi como el enorme letrero de
Wal-Mart comenzaba a desfigurarse un poco, por lo que de inmediato le pedí, le
exigí al cadavérico taxista-dajjal que me dijera que decía el espectacular.
“Wal-Mart”
dijo con voz calma, como de abuelito de pueblo.
“¡Por
favor, deletréelo, deletréelo!” le dije enérgico tres microsegundos después de
que él hubiese terminado de pronunciar la “T.
“W-a-l
M-a-r-t” deletreeó pacientemente el taxista, reconfortándome, a l ave que
mantenía una conversación con mi hermana por celular. “Y tú”, le dije a ella,
“por favor- léeme algo-cuéntame algo - cómo está tu perro - cómo te ha ido en
la escuela - qué dicen las prácticas – cuándo nos volveremos a ver – te
extraño, sabes?” le decía ininterrumpidamente sin tomar aire para formular las
nuevas oraciones que iban brotando como agua de una fuga de tubería de alta
presión.
Por
fortuna, a pesar de la apariencia tenebrosa de anticristo del conductor
nocturno, me sentía más tranquilo. Me sabía ya de vuelta al “mundo real”, las
luces de los postes de las avenidas me parecían de lo más normal, pareciéndome
que el tiempo transcurría ya a la velocidad de la cotidianidad. Sonreía con
alivio. Aunque hubo momentos en que de repente sentía que el otro mundo, o los
otros mundos luchaban por filtrarse hacia el mundo, mi mundo. El mundo donde
tenía el “control absoluto” de mis pensamientos, palabras y actos: Las calles
parecían alargarse y el cielo parecía elevarse. Expandiéndose y contrayéndose
como dando largos suspiros. “¡Ah, el mundo está respirando, yo estoy
respirando, estoy vivo, estamos vivos. Estoy de vuelta, en el mundo de los
vivos” pensé mientras más me acercaba a las calles cercanas a la calle de mi
casa, a la vez que mi hermana seguía contándome tonterías aburridas.
Di
gracias a los cielos por la existencia de gente aburrida, las pláticas
aburridas, esas que tanto me hacían creer que me romperían el umbral de lo
absurdo, de esas pláticas que sentía que podrían provocarme un aneurisma
cerebral por su elevadísimo nivel de aburrición y pensamiento lineal, cuadrado.
Y no es que mi hermana fuese una persona aburrida, para nada, todo lo
contrario, pero en cierta forma, su forma de hablar tan sencilla era lo más
cercano que tenía en ese momento a una benzodiacepina o un tranquilizante para
hipopótamos, que pudiera contrarrestar los efectos delirantes del LSD.
Y
por fin llegamos, ni si quiera le pregunté al taxista cuánto sería por la
traída hacia mi guarida. Solamente saqué de uno de los compartimientos de mi
mochila un billete de cincuenta pesos y se lo entregué al pobre
abuelito-anticristo, agradeciéndole de sobremanera, exageradamente, con un
gesto de reverencia similar al del Dalai-Lama. “Gracias, gracias, que tenga una
bonita noche, y disculpe por toda la faramalla, por toda le neurosis” le dije
estrechando su mano “que viva muchos años, que su familia y usted se encuentren
siempre bien de salud, gracias” y el señor sonrío extrañado, como
agradeciéndome también por haberle dado 10 o 15 pesos más del costo de transporte,
y por haberle dado posiblemente una pequeña experiencia que contar a sus
camaradas el gremio o como breve plática de sobremesa en la que le diría a sus
hipotéticos nietos que se mantuvieran alejados de las drogas y de los dementes.
Cerré
la puerta del taxi y a pasos de extraviado en el bosque a la media noche me
dirigí hacia mi casa, saqué la llave de mi bolsillo y entré por fin, por fin,
¡por fin! A mi casa… ¿mi casa?
Síndrome de Estocolmo. Extrañando, Necesitando a mi captora.
Redención y Reencuentro.
Una
vez en la casa, mi madre despertó algo preocupada por mi ruidoso ajetreo en la planta baja. Ella bajo y le comenté lo sucedido,
dirigiéndola hacia la mesa del comedor. Y hablé y hablé y hablé y hablé de todo
lo que había vivenciado, de ese largo mes que había estado ahí en ese reino
inframetarealista, todo lo escrito hasta ahora, sin darle tiempo a ella
replicarme o a mí e respirar. Palabras cargadas de magia, metafísica y
simbolismos esotéricos mezclados con tecnicismos propios de la psiquiatría
(supongo) y algunas otras de la física de partículas (también supongo),
brotaban de mí a tres mil letras por minuto.
Mi
boca hablaba mientras mis ojos estaban clavados en las retroactivas visiones
recientes y a ratos, esos mismos ojos míos, volteaban a ver detalles de la casa
que me parecían ahora de aspecto circense. Incluso el rostro de mi madre estaba
maquillado como el de un payaso, y aunque me reía de ella, no restaba ni un
ápice de seriedad a mi acelerado soliloquio. Volteé a verme los brazos, y vi
mis poros abiertos, respirando al unísono todos, ondulando los vellos
asemejando también los vellos o filamentos de las estrellas de mar cuando
respiran. Dirigí finamente mi vista hacia las palmas de las manos y dirigí
finamente, viendo las huellas dactilares como pasillos de enormes y
complejísimos laberintos. “Somos rompecabezas, laberintos muy complejos” pensé
hacia mis adentros, mientras mi boca seguía con sus blablabeos, y otra porción
de “pensamiento- pensante” independiente había resuelto regresar al lugar de
donde había escapado todo traumatizado, hacía apenas media hora.
Y en
efecto, habían transcurrido 30 minutos de verborrea relatora ininterrumpida, desde
que había llegado a la casa. Me sentía incómodo. ¿No era acaso era lo que
quería? ¿Hogar, dulce hogar? ¡No! Había tenido tantas confrontaciones como patillas
una carañuela prehistórica, Me había enfrentado cara a cara con Dios mismo,
conmigo mismo, con el olvido, con almas en pena, a Dos anticristos, a ideas
delirantes de asesinatos, al alzhéimer, a la terrible y asquerosa idea de que
todos somos uno y que todos éramos sólo proyecciones mentales, piezas del mismo
puzzle, tarántulas fluorescentes, ya había tenido una “probadita” de Gran-infinitum-Pandemonium de la
No-existencia, del infinito, y de estos dos combinados, el fraccionamiento del Yo, la locura absoluta…
bueno, carajo, ¿qué otra cosa peor podría experimentar? Ya sabía lo que se
sentía estar muerto, ser un cuerpo quedado en el viaje, y un alma aferrada a la
vida de la que ya no formaba más parte.
¡No!
Sentí como si hubiese fallado una prueba, la prueba más importante de mi vida.
Como si no hubiese terminado de aprender la lección. Me sentía como un cobarde.
Sí, como un cobarde, por haberme largado como un marica, por haber dejado solo
a ese cuervito que me necesitaba. ¿Qué clase de bodhisattva era? ¿Cómo me había
atrevido a abandonar a un Gran Ser que había abierto las puertas de mi
percepción, que había arrancado las sucias cortinas de la obnubilación, que me
había obsequiado la luz prometeica y el papel del discernimiento?
Tenía
que volver. Sí, tenía que volver, agradecer, confrontar los hechos, hablar,
platicar y enmendar posibles heridas físicas y emocionales que pudiese haber
abierto.
“Tengo
que volver, voy a volver” dije en voz alta, mientras corría a velocidades de teletransportación
a mi recámara.
Abrí
el clóset, vi mi ropa. La percibí toda opaca, percudida, aburrida. “Hey, ¿por
qué no tengo ropa como la de Los Beatles en Yellow Submarine o en Magical
Mistery Tour?” Pensé también en voz alta, a la vez que tenía ya un cambio de
ropa puesto muy similar a los estilos de aquella época (pantalón acampanado y
playera roja setentera) y me miraba en el espejo. Tenía los pelos como el
clásico estereotipo de científico loco luego de que un rayo le hubiese pegado,
y tenía los labios rojos, muy rojos. “Jaha, parezco homosexual, un travestido”
pensé, “Ah, los labios los tengo así por haber bebido agua de Jamaica, entonces
sí sucedió, que bien”. Solté una carcajada, tomé el teléfono, tecleé con
desesperación a mi "pobre" cuervita, y luego de tres tonos de marcado, contestó:
- ¿Sí?
- ¿Estás ahí? ¿Estás bien? ¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?
- Si, sí, ¿cómo estás tú?
- Bien, bien también
- ¿De dónde me hablas?
- De mi casa, llegue bien. Ya voy para allá, voy a volver a tu casa. Espérame. Ya voy. Ahorita llego.
- ¿Estás ahí? ¿Estás bien? ¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?
- Si, sí, ¿cómo estás tú?
- Bien, bien también
- ¿De dónde me hablas?
- De mi casa, llegue bien. Ya voy para allá, voy a volver a tu casa. Espérame. Ya voy. Ahorita llego.
Y en
cuanto terminé de colgar, me encontraba nuevamente en la puerta de mi casa,
dispuesto a volver a las fauces de infierno, despidiéndome de mi madre, prometiéndole
con la más noble y sincera de las sonrisas, que todo estaría bien, de que no
había ningún peligro, no se preocupara por mí y de que llegaría tarde a casa,
que no me esperara, que llegaría probablemente hasta después de mediodía.
“¿Y
qué vas a hacer?” me preguntó más que confundida la progenitora mía. “Hablar y
dormir, tengo que volver y quedarme en paz, hay algo más que debo hacer” le
dije mientras agitaba la mano despidiéndome con alegría y gratitud de ella, ya
por el patio frontal, camino hacia la calle que daba hacia las avenidas que
daban a la calle de la casa de mi Gurúa.
Y así, sin más, me lancé hacia la calle, bien fresco, como si nada hubiese sucedido, o a lo más como después de haber visto la más hilarante película de los Monty Python, como si yo mismo fuera uno de los personajes de los Monty Python, en busca en
un taxi que me llevase de vuelta al lugar-tiempo donde había muerto y renacido,
dispuesto a ir a bautizarme y terminar de redimirme.
つづく
Continuará...
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