jueves, 16 de mayo de 2013

Los devoradores de "soplos vitales"

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 De Magos y Místicos del Tíbet de Alexandra David Néel

Creen los tibetanos que, mientras parte de estos personajes diabólicos viven como vagabundos, siempre al acecho, y arrebatan por sí mismos el soplo de los vivos, otros se establecen en algunos lugares, contentándose con que les traigan el soplo que se escapa de los muertos. Ciertos individuos, hombres o mujeres, son los encargados de la tarea, pero inconscientemente, en estado de trance.
¿Se limitan al papel pasivo? ¿No extirpan los soplos antes de la hora fatal? Nadie lo sabe, como nadie conoce con certeza a los << portadores de soplos >>. Generalmente ellos mismos ignoran a qué actos se dedican con su doble durante los períodos de trance.Un célebre grupo de devoradores de soplos - mejor dicho, devoradoras, porque se trata aquí de demonios femeninos -, ha elegido domicilio en el histórico monasterio de Samye, al sur de Lasa, cerca de la ribera del Brahmaputra.
Visitó su antro durante mi permanencia en Lasa. El viaje por sí solo está lleno de interés y es propicio para preparar el espíritu a los relatos fantásticos.
Cerca de Lasa, en la orilla izquierda del Yeru Tsangpo (Brahmaputra), se tropieza con un Sahara en miniatura, cuyas dunas blancas avanzan más cada día, invadiendo poco a poco el país. A pesar de la cadena de montañas que les cierra el paso, las arenas han llegado ya al valle del Kyi-tchu y su polvo impalpable comienza a acumularse a lo largo de los setos que rodean a Norbuling, palacio campestre del Dalai Lama.
 
Más allá del peculiar monasterio de Dordji-tag, aparece de repente un verdadero desierto. Primero se divisan todavía, a lo lejos, algunas escasas granjas apoyadas en las montañas, cuyos campos han sido completamente cubiertos por la arena; luego desaparece toda traza de habitación o de cultivo. Hasta donde alcanza la vista de extienden las arenas, deslumbrantes de blancura. El cielo, muy azul, sin una nube, el sol ardiente, la reverberación cegadora, me daban casi la impresión de encontrarme en Djerid, pero si el paisaje ofrecía alguna semejanza con el desierto africano, el gusto del aire difería bastante. Era siempre el del alto del Tíbet, con la deliciosa ligereza de tres mil metros de altura.

Numerosas leyendas, antiguas las unas, otras casi recientes, se refieren a aquella región, y en muchos sitios muestran vestigios de hechos milagrosos. Entre ellos uno de los más notables es una gigantesca roca, en pie, aislada en el lecho del río. Cuentan que, hace unos siglos, aquel coloso echó a volar desde la india y se dirigió al Tíbet por los aires. ¿Cuál era el objeto de su viaje singular? La historia no lo dice. Quizá la belleza quieta del inmenso valle, su río azul y su cielo turquesa le impresionaron, y lleno de admiración se paró, descansando su enorme mole sobre la arena. Sea lo que fuere, terminó la carrera vagabunda y, desde entonces, un éxtasis ininterrumpido lo retuvo allí, solitario, con su pie inmerso en la corriente. 
Llegué a Samye por la noche.
El aspecto del país era siempre l mismo, doloroso y lleno de misterio, como el de un ser en su última hora.
Había visto en el Gobi aquella desesperación muda, impresa en la faz de las cosas que van a desaparecer, y la expresión desesperada de las florecillas, cuya corola se impregna del polvo de la muerte; pero en torno a Samye, parecían mezclarse con las vagas influencias ocultas con la simple acción de las cosas naturales, y la tristeza que inspiraba el paisaje melancólico tenía un tinte de inquietud, casi de pánico.

Samye es un oasis cercado a medias, plácidamente absorto en los recuerdos de su brillante pretérito, o quizá, habiendo alcanzado el desprendimiento supremo, contempla la marea fatal que avanza y está a punto de sumergirle. Las altas montañas que rodean al monasterio están ya envueltas, casi hasta la cima, en un sudario de arena y, a su misma puerta, dunas nacientes, de donde sobresalen las copas lastimosas de los árboles, invaden lo que antes fue una avenida.
La gompa está cercada por un muro blanqueado con cantidades de chertens en miniatura sobrepuestos - varios miles, sin duda - y colocados a igual distancia unos de otros.
Más allá sobresalen otros chertens blancos o verdes y los dorados tejados de algunos templos. El golpe de vista, al caer el sol, era original y maravilloso, vagamente irreal. El monasterio perdido en mitad de aquel país agonizante, evocaba la idea de una ciudad mágica creada por un encantador.
De hecho Samye fue construido mágicamente por un hechicero, y milagrosamente construido según la leyenda.
Samye es uno de los lugares históricos más célebres del Tíbet. Allí se erigió el primer monasterio búdico del << país de las nieves >> *, hacia el siglo VIII de nuestra era.
Leemos en las crónicas tibetanas que los demonios del país se oponían a la construcción, y todas las noches destruían el trabajo hecho por los albañiles durante el día. El ilustre mago Padmasambhva, no sólo consiguió que cesase su obra de destrucción, sino que llegó a convertirlos en servidores obedientes. Ellos mismos terminaron el monasterio en unas cuantas noches.

Quizá esta leyenda sea la transformación fantástica de un hecho real. Basta con ver los demonios empeñados en impedir la construcción del monasterio a los sectarios de la antigua religión del Tíbet, los benpos, contra los que Padmasambhava luchó durante su estancia en el Tíbet, y con quienes tuvo que transigir más bien que vencerlos. Durante largo tiempo, Samye fue la sede de poderosos lamas. La fundación de la secta de los bonetes amarillos y la situación predominante que adquirieron, como clero oficial, disminuyó su importancia. No obstante, otras lamaserías que pertenecían, como Samye, a los bonetes rojos, han resistido mejor contra sus rivales, y la completa ruina del célebre monasterio de Padmasambhava debe tener otras causas.

La historia las explica, en parte, pero otros lo atribuyen, como la invasión de arena, a fuerzas ocultas. Sea lo que sea, Samye está hoy casi abandonado y el número de monjes diseminados en su vasto recinto no pasa de unos treinta.

Muchas casas habitadas antes por los religiosos están ahora ocupadas por sostenedores laicos de la gompa y convertidas en granjas. La mayor parte están en ruinas o reducidas a escombros. Pero en medio de esta desolación se mantienen algunos templos en buen estado. Samye, obra de un mago, ha quedado impregnado en el espíritu de su fundador. El sitio huele a brujería en todos sus rincones que vuelven a sus establos en la hora del crepúsculo, parecen tener no sé qué aire extraño y astuto propio de las criaturas diabólicas disfrazadas.
De hecho, el monasterio cobija a uno de los más grandes ocultistas y oráculos oficiales del Tíbet: el lama Tcheuckyong, cuya sede es el templo que esconde al Ugs Khang.Ugs Khang significa << casa del soplo vital >>. Los tibetanos llaman así a un cuarto donde, según creen, se trae el soplo vital de seres que acaban de fallecer. Algunos aseguran que los soplos de todos los seres que mueren en el mundo llegan a Samye, pero otros, más modestos, limitan la fantástica procesión a los soplos de los que mueren en la región, incluyendo a Lasa.

Cierta clase particular de hombres, conocidos por ocuparse de esta tarea, se encargan de transportar a los ugs desde el sitio en que yace el cuerpo que han abandonado hasta Samye.
Entiéndase que el individuo ejecuta semejante transporte inconscientemente, durante le sueño o en estado de trance, sin la ayuda de su cuerpo material y sin dejar su casa. Tampoco conserva ningún recuerdo de sus viajes.
Añadiré, para los lectores dispuestos a burlarse de los tibetanos, que existen en nuestros días y en nuestros países gentes que también imaginan que viajan, algunas noches, por países lejanos y que, sin embargo, como los portadores de soplos vitales, jamás conservan el menor recuerdo de las peripecias de su excursión.
¿No es la superstición la comunión más universal?
La razón de que los ugs vayan a Samye se explica por el hecho de que los demonios hembras, llamados singdongmo (faz de león), han elegido su residencia en Samye, donde ocupan un departamento en el templo habitado por el lama oráculo y el dios autóctono Pekar. 
Este departamento permanece siempre cerrado. En una de sus habitaciones, completamente vacía, están depositados un tajo y el cuchillo ritual de hoja curva.
Pertrechadas con los dos instrumentos, las singdongmos pican los soplos.
Picar el soplo es un prodigio de primer orden, ciertamente, pero los tibetanos, a su modo, suministran pruebas.
El tajo y la cuchilla permanecen en el antro de las diablas durante un año, pasado el cual se retiran para reemplazarlos por otros nuevos. Y dicen que entonces comprueban que la hoja del cuchillo está mellada y afinada y la madera cortada gastada por el uso.

El ugs Khang ha provocado innumerables relatos de pesadilla. Dichas historias describen las luchas que sostienen los soplos presos y torturados en el ugs khang y relatan espantosas aventuras de evasión, durante los cuales los soplos que se escapan corren enloquecidos a través del país, perseguidos por las singdongmos hambrientas.

Cuentan los habitantes de Samye que por la noche oyen, a veces, en el ugs khang, gemidos, risas, gritos y el ruido de la cuchilla sobre el tajo. A pesar de la vecindad demoniaca, los buenos tibetanos, monjes o aldeanos, duermen apaciblemente en aquel extraño monasterio.

Durante mi temporada en Samye visité detalladamente cuanto se puede ver en el ugs khang. A la entrada de la vivienda había sacos de cuero figurando los sobres invisibles donde se traen los soplos. La puerta estaba cerrada con enormes candados y sellada con el sello del Dalai Lama.
Aquella puerta, en principio, debe abrirse una vez al año para que el lama Tcheukyong pueda cambiar el tajo y el cuchillo rituales. Según me declaró uno de los dignatarios eclesiásticos del templo, la regla no se observa estrictamente, y el cambio de utensilios para uso de las singdongmos ya se efectúa muy de tarde en tarde.

Hace tiempo, el Tcheukyong  también podía hacerse acompañar por un monje cuando penetraba en la casa de los demonios. Pero le han retirado el privilegio a propósito de un drama singular.
Se cuenta que un día, en el momento en que el lama Tcheukyong había renovado los objetos rituales y se disponía a salir del departamento de las singdongmos con su intendente, este último notó que cogían su zen por detrás, como para retenerle.

- ¡Kuchog! ¡Kuchog! - gritó aterrorizado, dirigiéndose al lama -. Alguien tira de mi zen.

Los dos hombres se volvieron; vieron el cuarto vacío. Continuaron hacia la puerta y el lama atravesó el umbral; el intendente iba a seguirle, cuando cayó muerto.

Desde entonces, sólo el lama Tcheukyong está autorizado a desafiar los peligros ocultos del ugs Khang. Suponen que la iniciación que ha recibido y las fórmulas mágicas cuyo secreto posee le permiten librarse de ellos.

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* - La tradición pretende que unos religiosos budistas, procedentes de la India, fundaron un monasterio en el Tíbet hacia el año 2 de nuestra era, pero no hay pruebas que lo confirmen.
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