lunes, 20 de octubre de 2014

ツ Diario de LSD. Parte VI ツ

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Volviendo a casa… ¿a casa? ¡Los Dajjales!

“Espera, espera, ven aquí” le dije a mi secuestradora, alzándole mi celular al oído “Habla con ella, dile en dónde estamos, ¿Cuál es tu dirección?”. 

“¿Quién es?” preguntó con espanto. Espanto que supuse que era de finalmente había logrado romper el encantamiento, que había salido airoso del control mental, como si hubiese estado bajo un letargo hipnótico comatoso. Su rostro cambió. Era ahora amarillo resplandeciente y se veía tuerta. Se me vino a la mente el “dajjal”, el anticristo de los musulmanes. Una deidad inmortal en perpetuo estado de putrefacción sepulturera de dioses del panteón de los dioses antiguos. Aún con esa asociación, ya no podía espantarme más, creí que estaba logrando vencerle y que, con toda la fuerza de los cojones, lograría retornar a casa, sano y salvo.

“Es mi hermana”. Le contesté, y ella enmudeció. Finalmente terminé de abrocharme los tennies con felicidad y alivio. Po fin podía sentir mis manos, mis pies calzando dentro de los calcetines y los tennies, con perfecta fluidez. Sentir solidez. Que ya los objetos no se evadían trazando curvas y efectos de derretimiento.

Tomé el celular nuevamente, y lo puse en mi oído, diciéndole a mi hermana “No cuelgues por favor no cuelgues, mantente así y dime cosas lógicas, ahora mismo me voy a la casa, por favor no cuelgues, dime cosas, cualquier cosa, cosas de tu escuela, de las prácticas”

Y mi hermana con tono extrañado me comenzó a preguntar por el motivo de tales peticiones. “Tú hazlo, por favor, quiero volver a la realidad, mantenme en éste lado de la realidad, anda léeme algo de tus libros de farmacología, de tratamiento clínico, lo que sea, algo aburrido, algo lógico” 

Sin darme cuenta, ya me encontraba afuera de la casa de mi amiga, abriendo por fin el portón sin candado, manteniendo a mi interlocutora al teléfono.  Mi amiga también estaba afuera, se le veía angustiada.

“Hey” le dije “Gracias por todo, fue maravilloso, fue divino y fue infernal, ha sido toda una aventura y espero ya jamás tener que repetirlo, hasta aquí ha llegado el aprendizaje, gracias, gracias. De verdad gracias, te quiero mucho, eres una muy buena persona, pero tienes una temible y terrible oscuridad dentro de ti, tienes luz y oscuridad. Tu luz es bellísima, pero tu oscuridad en verdad es maligna” 

Ella me volvió a decir que me quedara, que me esperara, pues ya iba a amanecer, que todo estaría bien. Yo la vi al rostro, que seguía resplandeciente y tuerto. Sentí una ternura tan profunda, paternal, amorosa, pero a la vez sentí lástima. De pronto, los sentimientos paradójicos se encontraron en una encrucijada, dos sentimientos coincidían en mi corazón. Era ésta ternura, mi deseo de estar con ella. Pero el otro sentimiento, e del deber fue más fuerte, y como un general duro, estricto y descorazonado, fusiló la debilidad naciente por ella. 

“Bien, entonces hasta… hasta luego, por favor, pide ayuda, necesitas ayuda, busca ayuda. Eres una muy buena persona, no te desvíes, no te dejes engañar por falsos maestros, falsos amigos, gracias, muchas gracias, siempre te estaré agradecido” le dije a la vez que me hincaba y besaba sus pies en un gesto de hondo respeto y reconocimiento como maestra espiritual. 

Ella me tomó de la mano izquierda sin decirme nada, pero en su tuerta mirada vi tristeza, un algo de desolación, la desolación propia de las partidas. Mi mano derecha no se despegaba de mi oído que tenía el auricular del celular con mi hermana al otro lado, escuchando todo, probablemente aún modorra, creyendo que me encontraba en avanzado estado de ebriedad.

Apresuré mi paso, me ajusté la correa de la mochila al hombro, me di la media vuelta y me fui caminado cuesta abajo por la larga calle que desembocaba en una de las avenidas principales de la ciudad, esperando encontrar un taxi. 

Luego de unos 20 segundos de recorrido, miré atrás y la ví ahí parada afuera del portal de su casa. La apocalíptica imagen del anticristo de un ojo se había transfigurado, dejando por imagen la de una indefensa cría de cuervo abandonada. Era ella un cuervito, abandonada por mis desputamadradas ideas esquizofrénicas. La debilidad seguía viva, aunque ya estaba por morir. 

No pasó mucho cuando vi las luces de un automóvil que se detuvieron a mi lado. Era un taxi. ¡Bendito taxi!, Abrí la puerta todo frenético, sin preguntarle por el costo ni nada. 

“¡Aaaaghh!” Grité al ver horrorizado que el anciano taxista estaba también tuerto. “¡Oiga!, ¡¿Usted es real, verdad?!” le pregunté con el corazón dando redobles asincopados de jazz.

“Claro que sí, joven, soy real, muy real” me contestó despacio, con extrañeza y aún una más extraña dulzura.

“Ufff, gracias, gracias” le dije. Y enseguida me preguntó por la dirección a dónde quería que me llevase. “Ah, dirección, dirección, sí, es verdad, dirección, mi dirección es…mi dirección es…” y le pregunté a mi hermana por la dirección de nuestra casa, y a la vez que me decía lentamente calle, número, colonia y referencias de domicilio, le repetía al instante al taxista-anticristo, quien a pesar de decirme que era real, no podía evitar la interferencia alucinatoria.

El taxista vio mi estado alterado y nervioso. “¿Qué le hicieron, joven?” me preguntó preocupado y apenado. 

“Nada, nada, es sólo que, bueno, tomé LSD, recién salgo del viaje, por eso estoy todo nervioso, fueron tantas cosas, son tantas cosas, pero usted no se preocupe, todo está bien” le dije a velocidad de rapero en pleno éxtasis cocainómano.  Enseguida vi como el enorme letrero de Wal-Mart comenzaba a desfigurarse un poco, por lo que de inmediato le pedí, le exigí al cadavérico taxista-dajjal que me dijera que decía el espectacular.

“Wal-Mart” dijo con voz calma, como de abuelito de pueblo.

“¡Por favor, deletréelo, deletréelo!” le dije enérgico tres microsegundos después de que él hubiese terminado de pronunciar la “T.

“W-a-l M-a-r-t” deletreeó pacientemente el taxista, reconfortándome, a l ave que mantenía una conversación con mi hermana por celular. “Y tú”, le dije a ella, “por favor- léeme algo-cuéntame algo - cómo está tu perro - cómo te ha ido en la escuela - qué dicen las prácticas – cuándo nos volveremos a ver – te extraño, sabes?” le decía ininterrumpidamente sin tomar aire para formular las nuevas oraciones que iban brotando como agua de una fuga de tubería de alta presión. 

Por fortuna, a pesar de la apariencia tenebrosa de anticristo del conductor nocturno, me sentía más tranquilo. Me sabía ya de vuelta al “mundo real”, las luces de los postes de las avenidas me parecían de lo más normal, pareciéndome que el tiempo transcurría ya a la velocidad de la cotidianidad. Sonreía con alivio. Aunque hubo momentos en que de repente sentía que el otro mundo, o los otros mundos luchaban por filtrarse hacia el mundo, mi mundo. El mundo donde tenía el “control absoluto” de mis pensamientos, palabras y actos: Las calles parecían alargarse y el cielo parecía elevarse. Expandiéndose y contrayéndose como dando largos suspiros. “¡Ah, el mundo está respirando, yo estoy respirando, estoy vivo, estamos vivos. Estoy de vuelta, en el mundo de los vivos” pensé mientras más me acercaba a las calles cercanas a la calle de mi casa, a la vez que mi hermana seguía contándome tonterías aburridas. 

Di gracias a los cielos por la existencia de gente aburrida, las pláticas aburridas, esas que tanto me hacían creer que me romperían el umbral de lo absurdo, de esas pláticas que sentía que podrían provocarme un aneurisma cerebral por su elevadísimo nivel de aburrición y pensamiento lineal, cuadrado. Y no es que mi hermana fuese una persona aburrida, para nada, todo lo contrario, pero en cierta forma, su forma de hablar tan sencilla era lo más cercano que tenía en ese momento a una benzodiacepina o un tranquilizante para hipopótamos, que pudiera contrarrestar los efectos delirantes del LSD. 

Y por fin llegamos, ni si quiera le pregunté al taxista cuánto sería por la traída hacia mi guarida. Solamente saqué de uno de los compartimientos de mi mochila un billete de cincuenta pesos y se lo entregué al pobre abuelito-anticristo, agradeciéndole de sobremanera, exageradamente, con un gesto de reverencia similar al del Dalai-Lama. “Gracias, gracias, que tenga una bonita noche, y disculpe por toda la faramalla, por toda le neurosis” le dije estrechando su mano “que viva muchos años, que su familia y usted se encuentren siempre bien de salud, gracias” y el señor sonrío extrañado, como agradeciéndome también por haberle dado 10 o 15 pesos más del costo de transporte, y por haberle dado posiblemente una pequeña experiencia que contar a sus camaradas el gremio o como breve plática de sobremesa en la que le diría a sus hipotéticos nietos que se mantuvieran alejados de las drogas y de los dementes. 

Cerré la puerta del taxi y a pasos de extraviado en el bosque a la media noche me dirigí hacia mi casa, saqué la llave de mi bolsillo y entré por fin, por fin, ¡por fin! A mi casa… ¿mi casa?

Síndrome de Estocolmo. Extrañando, Necesitando a mi captora. Redención y Reencuentro.
Una vez en la casa, mi madre despertó algo preocupada por mi ruidoso ajetreo en la planta baja. Ella bajo y le comenté lo sucedido, dirigiéndola hacia la mesa del comedor. Y hablé y hablé y hablé y hablé de todo lo que había vivenciado, de ese largo mes que había estado ahí en ese reino inframetarealista, todo lo escrito hasta ahora, sin darle tiempo a ella replicarme o a mí e respirar. Palabras cargadas de magia, metafísica y simbolismos esotéricos mezclados con tecnicismos propios de la psiquiatría (supongo) y algunas otras de la física de partículas (también supongo), brotaban de mí a tres mil letras por minuto.

Mi boca hablaba mientras mis ojos estaban clavados en las retroactivas visiones recientes y a ratos, esos mismos ojos míos, volteaban a ver detalles de la casa que me parecían ahora de aspecto circense. Incluso el rostro de mi madre estaba maquillado como el de un payaso, y aunque me reía de ella, no restaba ni un ápice de seriedad a mi acelerado soliloquio. Volteé a verme los brazos, y vi mis poros abiertos, respirando al unísono todos, ondulando los vellos asemejando también los vellos o filamentos de las estrellas de mar cuando respiran. Dirigí finamente mi vista hacia las palmas de las manos y dirigí finamente, viendo las huellas dactilares como pasillos de enormes y complejísimos laberintos. “Somos rompecabezas, laberintos muy complejos” pensé hacia mis adentros, mientras mi boca seguía con sus blablabeos, y otra porción de “pensamiento- pensante” independiente había resuelto regresar al lugar de donde había escapado todo traumatizado, hacía apenas media hora.

Y en efecto, habían transcurrido 30 minutos de verborrea relatora ininterrumpida, desde que había llegado a la casa. Me sentía incómodo. ¿No era acaso era lo que quería? ¿Hogar, dulce hogar? ¡No! Había tenido tantas confrontaciones como patillas una carañuela prehistórica, Me había enfrentado cara a cara con Dios mismo, conmigo mismo, con el olvido, con almas en pena, a Dos anticristos, a ideas delirantes de asesinatos, al alzhéimer, a la terrible y asquerosa idea de que todos somos uno y que todos éramos sólo proyecciones mentales, piezas del mismo puzzle, tarántulas fluorescentes, ya había tenido una “probadita” de  Gran-infinitum-Pandemonium de la No-existencia, del infinito, y de estos dos combinados,  el fraccionamiento del Yo, la locura absoluta… bueno, carajo, ¿qué otra cosa peor podría experimentar? Ya sabía lo que se sentía estar muerto, ser un cuerpo quedado en el viaje, y un alma aferrada a la vida de la que ya no formaba más parte. 

¡No! Sentí como si hubiese fallado una prueba, la prueba más importante de mi vida. Como si no hubiese terminado de aprender la lección. Me sentía como un cobarde. Sí, como un cobarde, por haberme largado como un marica, por haber dejado solo a ese cuervito que me necesitaba. ¿Qué clase de bodhisattva era? ¿Cómo me había atrevido a abandonar a un Gran Ser que había abierto las puertas de mi percepción, que había arrancado las sucias cortinas de la obnubilación, que me había obsequiado la luz prometeica y el papel del discernimiento?

Tenía que volver. Sí, tenía que volver, agradecer, confrontar los hechos, hablar, platicar y enmendar posibles heridas físicas y emocionales que pudiese haber abierto.

“Tengo que volver, voy a volver” dije en voz alta, mientras corría a velocidades de teletransportación a mi recámara.

Abrí el clóset, vi mi ropa. La percibí toda opaca, percudida, aburrida. “Hey, ¿por qué no tengo ropa como la de Los Beatles en Yellow Submarine o en Magical Mistery Tour?” Pensé también en voz alta, a la vez que tenía ya un cambio de ropa puesto muy similar a los estilos de aquella época (pantalón acampanado y playera roja setentera) y me miraba en el espejo. Tenía los pelos como el clásico estereotipo de científico loco luego de que un rayo le hubiese pegado, y tenía los labios rojos, muy rojos. “Jaha, parezco homosexual, un travestido” pensé, “Ah, los labios los tengo así por haber bebido agua de Jamaica, entonces sí sucedió, que bien”. Solté una carcajada, tomé el teléfono, tecleé con desesperación a mi "pobre" cuervita, y luego de tres tonos de marcado, contestó:

- ¿Sí?

- ¿Estás ahí? ¿Estás bien? ¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?

- Si, sí, ¿cómo estás tú?

- Bien, bien también

- ¿De dónde me hablas?

- De mi casa, llegue bien. Ya voy para allá, voy a volver a tu casa. Espérame. Ya voy. Ahorita llego.

Y en cuanto terminé de colgar, me encontraba nuevamente en la puerta de mi casa, dispuesto a volver a las fauces de infierno, despidiéndome de mi madre, prometiéndole con la más noble y sincera de las sonrisas, que todo estaría bien, de que no había ningún peligro, no se preocupara por mí y de que llegaría tarde a casa, que no me esperara, que llegaría probablemente hasta después de mediodía. 

“¿Y qué vas a hacer?” me preguntó más que confundida la progenitora mía. “Hablar y dormir, tengo que volver y quedarme en paz, hay algo más que debo hacer” le dije mientras agitaba la mano despidiéndome con alegría y gratitud de ella, ya por el patio frontal, camino hacia la calle que daba hacia las avenidas que daban a la calle de la casa de mi Gurúa.

Y así, sin más, me lancé hacia la calle, bien fresco, como si nada hubiese sucedido, o a lo más como después de haber visto la más hilarante película de los Monty Python, como si yo mismo fuera uno de los personajes de los Monty Python, en busca en un taxi que me llevase de vuelta al lugar-tiempo donde había muerto y renacido, dispuesto a ir a bautizarme y terminar de redimirme. 


つづく
Continuará...
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