domingo, 19 de octubre de 2014

ツ Diario de LSD. Parte V ツ

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 El paróxismo de la conspiranoia

Llegué a la casa-prisión donde se había escrito con bellas y coloridas luces sonoras el génesis de la experiencia psicodélica, y estaba a punto de afrontar – luego de una vivencia que había percibido como de meses - un probable capítulo del apocalipsis psicotrópico. 

Preocupado de encontrar el cuerpo de mi amiga, o incluso los nuestros, deshechos sobre su recámara, fulminados por una sobredosis o un arranque inesperado de locura mía. Entré a la casa, y presencié con horror a un hombre ligeramente obeso, de pelo más o menos ondulado y con características realistas, rostro despreocupado, fumándose un porro en la sala, junto a mi amiga y otros seres que podría retratar como fantasmagóricos. Eran como espíritus circundantes viciosos, como moscas astrales que van a pegarse en los alrededores de los dementes y los drogadictos con daño neurológico irreversible. No lo pensé en ese momento, más algo así asocié, sin palabras. 

Había niebla luminosa y los focos de la casa estaban encendidos. Se escuchaba música a medio volumen, más no podía distinguir las canciones, ni género ni nada. Sólo escuchaba vibraciones ruidosas, como tapando y destapándome los oídos. No era agradable.   En cierta forma, creí que ya se estaba normalizando todo, pero la presencia de ese hombre y “los fantasmas drogos” me incomodaban, queriendo sólo, ponerme mi camiseta, los calcetines, los tennies, recoger mis cosas, ponerlas en mi mochila y largarme del lugar.

Permanecí en la sala un momento, antes de dirigirme a las escaleras que hacía unos “minutos-horas-meses” había subido y bajado tantas veces, volviendo a mí la nauseabunda sensación de hartazgo que había experimentado anteriormente, esa que me hacía sentir como si siempre hubiese estado ahí, y al decir “siempre”, quiero decir, no sólo esa noche, sino desde el inicio de los tiempos Como si la “película” de mi vida hubiese comenzado desde esa escena. Pero afortunadamente, me sentía más seguro y con más determinación de irme. Si bien siempre había estado ahí, era ya hora de no seguir para siempre. Hora de irse. Más no sabía cómo y tenía presentimientos, sabía que me encontraba aún drogado y que sería peligroso que me marchara del lugar, temiendo no poder relacionar las distancias-tiempos y que algún lunático borracho me atropellara allá afuera en las calles, o por la avenida.

Ahí en la sala, reconocí el aroma y el ambiente nebuloso del humo de la marihuana. Mi captora me miró y me preguntó cosas, pero no entendía en lo absoluto lo que decía, y tampoco podía hablar yo coherentemente. Expresaba oraciones creo que aceleradamente, y las palabras de ella y su amigo me parecían como rumores burbujeantes de ríos. Gárgaras. 

Observé el cuadro tejido de un pavo-real que tenía ella en una de las paredes de su sala, y sin motivo aparente, me pareció inmundo, un soberbio pajarraco esmeraldino zafíreo que se creía digno de idolatría.

Lo miré con odio, como sí él hubiera sido el responsable directo del control mental nuestro y de los seres que habitaban esa casa. Como si estuviese encantado y fuese a su vez un dispersor de encantamientos conductuales nocivos. Como un filtro distorsionador impregnador de férreos y pegajosos egos. 

Vi mi camiseta sobre el barandal de la escalera. Con un color del rojo natural que debía de ser, sin tonos juguetones distintos ni fractales, olas ni nada. ¡Alivio! Volteé nuevamente y al parecer los “fantasmas drogadictos” se habían esfumado. Sentí como si les hubiera arruinado la fiesta, como si yo hubiese sido el típico Padre estricto e incomprensivo, viejo, amargado, reprimido y autoritario. “¡Bien! ¡Seré un aguafiestas, pero esto tiene que terminar!” dije o pensé. 

Subí las escaleras que habían sido carrusel, estructura de caracol marino, estructura interna de un oído humano, el oído humano de mi humana amiga. Eran por fin escaleras. Sólidas, sin luces de prismáticas ni neones. Una simple y jodida escalera. ¡Perfecto! 

Me puse mi camiseta y era hora de entrar a la habitación maldita y ponerme el resto de la indumentaria, sacar la mochila e irnos para ya nunca volver. 

En cuanto giré la perilla y entré nuevamente a la habitación, sentí un mareo nuevamente, intuyendo que lo que provocaba ese infernal cuadro psicótico no era la droga, sino la habitación misma, que estaba maldita. Que realmente era un contenedor expuesto a la radiación de ondas de magia negra, de los objetos místicos que se encontraban ahí. 

Me quedé parado. Mi negociadora de paz entró a la habitación, tratando de hacerme razonar, para que me quedara, pues podría resultar peligroso que me fuera hasta mi casa a esas horas en esas condiciones. 

Me asomé por la ventana de su habitación, y recordé la “tercera guerra mundial” pero no estaba ya. Más o menos me tranquilicé y creí que la idea en verdad era lo más coherente, inteligente. Quería hacerle caso, no ver el peligro, quería creer que todo estaba bajo control. No me sentía ya tan desesperado y ya no veía movimientos congelados ni distorsiones sonoras. Pero algo, algo, ¡algo! Algo que estimulaba mi nerviosismo me hizo refunfuñar, y seguir con esa actitud determinante de querer irme. Luego no sé si dije “Está bien, le dije, me quedaré aquí, esperaré a que se me bajen los efectos” o “Ya me iré a casa, quiero irme a mi casa, todo esto fue una mala idea”. 

(Esta pintura de quién sabe que pintor, ilustra cercanamente la ambientación y sensación durante ese momento)

Luego, ví que había sobre el suelo, bajo la ventana cuya vista había permitido observar unas cuantas escenas cinematográficas de la tercera guerra mundial en Alta definición, horas antes.  Sobre el morado suelo, había un sleeping bag. Y esto, naturalmente me sobresaltó, ¡¿qué hacía un sleeping bag ahí, en ese momento, a esa hora?! ¿Acaso si habían transcurrido varios días, o semanas y había permanecido ahí en esa casa, deambulando desorientado y confundido? Me puse a pensar que quizá sí había habido más personas durante el viaje, o que probablemente, habían llegado otros invitados auto-invitados a la “fiesta” del carrusel de la locura.  Quizás el hombre gordo iba a dormir ahí esa noche, quizás ya había permanecido, quizás siempre había estado ahí, de forma invisible, quizás él era el responsable, el químico que había probado su primer “papel”. Quizá era un espía ruso, o uno de los colaboradores o descendientes de Josef Mengele continuando algún desalmado experimento de su amado antepasado reciente, el Doctor Muerte gestado allá por los sombríos días de los delirios de conquista mundial de la Alemania Nazi. 

“¡¿Qué hace eso ahí?! ¡¿Por qué está ahí?! ¡¿Qué tiene que estar haciendo esa sábana ahí?!” Le interrogué desbordando desconfianza conspiranóica a mi amiga, señalando el sleeping bag, que en ese momento veía como una montaña de sábanas a escala de una montaña real, sin distinguir que se trataba de un sleeping bag, aunque intuyendo que era morada de descanso para un cuerpo colosal, inmenso, un cíclope, o un hombre gordo fumador de hierba, lo más probable. 

“Nada, sólo me pareció buena idea ponerlo ahí” “Me dio por bajarlo y ponerlo” me dijo ella con toda naturalidad.

“¡Ah, sí! ¿eh?” “De la nada se te ocurrió bajarlo así como así” le respondí todo cabreado, creyendo que me había tomado por alguien demasiado ingenuo, estúpido.

“Sí, sólo sentí que quería hacerlo” Me respondió ella tranquila. “Eso no tiene sentido” contra-repliqué al instante, como sabiendo todas las posibles justificaciones que ella me pudiera decir “¿Quiénes son los que estaban allá abajo? ¡Quién es ese hombre que estaba en la sala! ¿Es uno de esos infelices espías rusos? ¿Es un maldito norcoreano? Quieren que me duerma para sacarme los órganos, ¿verdad?” Ametrallaba con preguntas disparatas que tenían mucho sentido para mí. “Se me hace muy raro que estés muy tranquila, como si nada estuviera pasando. Tú tienes todo bajo control, siempre estuviste bajo control, de seguro no te tomaste el LSD conmigo, ¿Verdad?” volví a inquirir exasperado. 

“Cálmate, estás bien alterado, no pasa nada. Él es un vecino a quién le fui a pedir ayuda para ir a buscarte, porque te fuiste, wey. No te encontraba por ningún lado, y me preocupé” – me explicó mirándome a los ojos, que aunque parecían sinceros, junto con su entonación vocálica, seguía desconfiando en mi psicosis conspiranóica. Y prosiguió “Me salí de la casa, arranqué la camioneta y te fui a buscarte por las calles, todavía me atreví a manejar un poco, pero sentí que no podía, que no estaba bien, así que regresé, y mejor fui a casa del vecino a pedirle que me ayudara a buscarte, y ya que estaba aquí, decidió fumar un poco de hierba, para que hubiese valido la pena la despertada y el desvelo” 

Sonó convincente, y le creí, pero aun así estaba inquieto. Me consoló la idea de que nadie había muerto, de que seguíamos vivos, y de que no hubiese tenido que intervenir ni la policía, el ejército ni paramédicos. 

“Y los demás tipos, ¿quiénes son ellos?” Pregunté “¿Cuáles otros? Respondió “Sólo es él” y me dijo su nombre pero el área del cerebro encargada de recordar nombres estaba apagada.

Sea como sea, la "melévola conspiradora" dijo que iría a despedirse, y fue hacia abajo, supongo a despedirse de su amigo vecino con quien había emprendido una desesperada búsqueda para encontrarme y quien se encontraba ahora fumando yerba en la sala. 

Volví a sentir la terrosidad en mi nuca, aproveché la ausencia de mi tranquilizadora, tomé el teléfono de su recámara que yacía al lado de la computadora donde horas antes había puesto el disco de “The dark side of the moon, y luché por tratar de reconocer los números de los botones, que me parecían más bien runas o letras en acadio. No sé si habría logrado concretar la digitación y llamar a casa pero marqué, sin recibir respuesta alguna. “¡Joder!” concéntrate”, pensé.

Vi entonces mi celular, que al parecer se había quedado bajo el influjo del encantamiento lisérgico, desprendía de su pantalla colores de reflexiones prismáticas y parecía aumentar y disminuir de dimensiones. “¡Por favor, tú no te pongas tampoco de bromista!” le dije. Y como tampoco podía reconocer los dígitos, pues los veía como jeroglíficos egipcios y códigos mayas, presioné instintivamente donde creí que se encontraba el botón que debía de presionar un par de veces para abrir la aplicación de “whatsapp”. 

Lo logré, y una vez, dentro de la aplicación. Al punto de las 2:30 AM, tuve la ocurrencia absurda de que podría hacer venir a mis contactos mandándoles mensajes de voz. Pero lo único que podía proferir eran “lenguas muertas” habladas a la velocidad de un poseso.

Encontré la conversación de un amigo y presioné de manera también instintiva el botón para grabar y enviarle mi mensaje de voz, y esperar que se éste se materializara de la nada en cualquier momento. Esperé un poco, ví que las “palomitas” que indicaban que el mensaje había sido enviado, más no visto. 

“¡Joder!”. “Bueno, intentemos entonces con mi hermana” continué con el plan, con mi hermana que se encontraba a poco más de 600 Km. de distancia en Monterrey. Era una buena idea, pues su presencia, tanto física como en forma de pensamiento siempre me habían servido, a modo de flotador, paracaídas o escaleras de rescate, cuando se trataba de salir bien librado de pesadillas, parálisis de sueño o encuentros con súcubos y otros seres de ultratumba.

Logré enviarle un mensaje de voz, diciendo que me marcara al celular, aunque la impaciencia hacía de las suyas, haciendo que la percepción de un segundo fuese la de un minuto. 

Volví a la carga, enviando mensajes de texto incoherentes a las primeras personas que se encontraban en la lista de contactos. En ese momento, la percepción visual y táctil se volvieron a psicodelizar: Los colores que emergían de las teclas del celular se veían nuevamente como reflexiones prismáticas fluorescentes. Eran emanaciones como de “rayos de magia”, y el celular aparentaba dimensiones mayores, como un ladrillo, rústico, con 10 o 12 botones a lo sumo, siendo que era un modelo viejo de Nokia, tipo BlackBerry, con todas las letras del alfabeto y caracteres alfanuméricos. 

Esperé unos cuantos minutos más, volví a asomarme a la ventana, esperando que alguno de los que le había enviado mensajes como “euyjnhe8usihe838 u827hj8 kiu7” o “ght728ah yd901me” apareciera heroicamente. Mi “amiga” se encontraba abajo, despidiéndose o haciendo conjuros satánicos dentro de un pentagrama flamígero trazado con sangre de neonatos, no sabía, no quería bajar y averiguarlo. Supuse que lo mejor era no confiar ciegamente en sus palabras, pensé que ella tenía una impresionante habilidad para persuadir y que, en efecto, lo más seguro es que se encontrara teniendo una conversación con su vecino amigo y “buen samaritano” similar a esto: 

- Nos descubrió

- Entonces, ¿qué hacemos?

- Esperemos, en cualquier momento caerá rendido. Si no, le daremos un tranquilizante y listo.  Todo nuestro para cortarlo en pedazos y etiquetar sus órganos para los envíos.

- ¡Perfecto! No te olvides de que el líder tambien quiere su alma. Hay que guardarla en un frasco, para luego licuarla y bebérnosla con ayahuasca.

Entendiendo la existencia y el Yo. Concibiendo la idea de universos y yoes múltiples, el Omniverso.
 
En fin. Por fin, luego de varios desbarajustes mentales, decidí ser yo quién marcase desde el teléfono e su casa. Pero ¡terrible! No podía recordar mi propio número telefónico, ni ningún otro… salvo uno: el de mi casa en Cadereyta. El Cadereyta que ya había dejado de existir hacía años. El Cadereyta del que yo ya había desparecido de la memoria colectiva.

Vino un “microgramo de iluminación” accidental e inesperado. Números, eso era. Si bien aún no recordaba los números, podía distinguirlos. Ahora tenía jodida el área responsable de reconocer símbolos lingüísticos, pero la de los numéricos estaba intacta, reluciente. Busqué en el directorio de contactos del celular y sin poder reconocer a los propietarios de los números, comencé a marcar secuencias aleatorias de los números que me aparecían enlistados desde el teléfono de esa casa encantada. Hubo tonos de espera, y otros tantos de ocupado, hubieron voces de operadora automática explicando que el número que había marcado era incorrecto, o que revisara la lada. Colgué. 

Luego de varios intentos fallidos. Espere sin esperar nada. Comencé a convencerme de que tal vez sí era una buena idea confiar y esperar por el amanecer, mientras reflexionaba acerca de la tremebunda estupidez que había resultado probar con el LSD. Se me habían quitado las ansias de búsquedas místicas. Llegaba a conclusiones de que la realidad era buena, de que las cosas estaban bien tal como eran en el mundo, el orden establecido. 

Tuve la sensación de que sí, mi mente se había expandido, de que había logrado percibir más allá de cualquier visión ordinaria, que había logrado cruzar hacia mundos de convergencia de otros mundos, de haber vivido la multiplicidad de las realidades. Volvieron recuerdos de cuando había visto mis múltiples yoes con características físicas y anímicas distintas en las reflexiones infinitas de los espejos de su baño. Fue ahí en ese momento refractario de hiperorgasmia mental que sentí que todos esos otros yoes regresaban también a los espejos del baño y me estaban esperando para volver a integrarse a mí. Me encontraba – según yo – ya más sobrio, pero la idea resonó fuerte en mi cabeza y decidí obedecerla. Me levanté del asiento frente a la computadora que yacía al lado del teléfono, fui al baño, encendí la luz, y al llegar, en verdad ahí estaban todos mis otros infinitos yoes reflejados en el infinito de las infinitas realidades y mundos posibles. 

Para mi alivio y sobriedad, ninguno presentaba ya rasgos fantásticos. Todos estaban ahí, cansados, con los ojos bien abiertos y las greñas alborotadas, asemejando la cabeza de una cacatúa o de Einstein, un Einstein cacatúa, como si me hubiese estallado un boiler en la cara, me veía enflaquecido como una lagartija y esquelético como anoréxica en su último día.

Todos mis otros yoes parecían sonreír sin ganas como diciendo “Vale, ya experimentaste, ya expandiste tu mente hasta límites insospechados, ya es hora de volver a ser uno, de ser tú mismo, yo mismo, de volver a casa”. Toqué el espejo, cerré los ojos y mentalmente hice que todos mis reflejos y yo hiciéramos contacto con nuestras manos, que se volvían una. 

En ese instante, vinieron como una estampida de búfalos vivencias y visiones que mis otros yoes habían tenido esa noche. Me resulta indescriptible el tratar de definir la sensación, el sentir como me era transmitida tanta información, tantas experiencias que los otros yoes “ilusorios” habían vivido esa noche. Todos y cada uno de esos reflejos había tomado caminos y decisiones distintas durante sus “viajes”. Tendría que ponerme a escribir aquí una treintena de horas al menos para poder relatar lo que cada uno de esos yoes vivió, pensó y sintió esa madrugada. 

Más, una vez que todas esas vivencias se integraron en mí, puedo compartir algunas de esas vivencias que más me impactaron, aunque todas, por más mínimas que hubiesen sido, me parecieron de gran impacto, de gran trascendencia y significado.

Vi entonces, como hubiese sido esa noche si no hubiese tomado el ácido, como hubiese sido esa noche si me hubiese inducido un sueño lúcido. Vi el desarrollo posible si hubiese tenido todo bajo control y muchas otras con divergencias significativas. Dentro de las visiones que ellos tuvieron, estuvieron unas divertidas, como el haber visto como mi amiga se transformaba en zarigüeya y se desvanecía en un torbellino absorbido por el enorme caracol de mar que tenía en el suelo. Otras visiones que sugerían que habían animales de granja ahí en la habitación, tales como borreguitos, cerditos, gallinas y codornices. Otras tantas indicaban que había logrado tener visiones remotas de varias partes del mundo durante diversas fases cronológicas. Vi China, Hong Kong, Tíbet, Bután, Argentina, algún lugar de África y lo que me pareció que fue Méxic durante épocas prehispánicas. Todos esos lugares llenos de frondosidad y abundantes bosques, selvas y montañas. Vinieron recuerdos también de los dinosaurios que había visto durante la creación de la tierra y bueno… vi hasta como otro “alter ego” había podido entrar a su vez a presenciar un mundo en el que yo no había nacido. Esto, fue por demás angustiante, terrible, me sobrevino escalofriantemente el reciente recuerdo de haber sufrido en carne viva el olvido, la pérdida de la memoria, la inexpresable impotencia de no poder expresarse, de no tener voz, de ser nadie, nada, de estar fuera de la “Rueda de la vida”, de estar fuera de la vida, de la historia. 

Esto, debo decir, fue lo más “serio” que he sentido en la vida. Y lo experimenté también como algo real. Aunque me sentía hirviente en ese espontáneo terror reaparecido, me sentí también de nueva cuenta agradecidísimo por estar vivo, por formar parte del mundo, por el protagonismo, por tener cuerpo, voz, mente, razón. Y también por supuesto, resultó un alivio tan sublime, tan etéreo y reconfortante, saber que ninguno de mis otros yoes ni yo mismo, habíamos perecido durante el “trip”.

Abrí los ojos, manifestándose otra vez esa sensación de paradoja. Sentir que había sólo cerrado los ojos por un par de segundos, y que a la vez, cientos de horas en total de los yoes de los mundos paralelos habían transcurrido. Se me hacía imposible que tanta información, tanto, pero tanto-tanto, hubiese podido ser transferido a la memoria de mi cerebro y de cada una de las células. Creí entender ahora que cada célula de mi ser contenía información genética idéntica, más “personalidad propia” y “recuerdos propios” de vivencias distintas, y que durante el transcurso de esa noche, todas esas células estarían platicando entre ellas mismas fascinadas por las distintísimas experiencias que cada una había tenido. Sentí realmente que mi Yo auténtico se encontraba en la “Base de operaciones” de mi cerebro, y que a su vez, mi “alma” había logrado desbloquear esa sensación de que se había encontrado durante toda “mi” vida, en el cerebro. Fue aquí cuando acepté la idea, absolutamente, de que el alma y el espíritu son “entidades” completamente distintas, habitando un cuerpo físico. La multidimensionalidad, pues. Entendí en mente y alma que realmente no existe tal “Aquí ahora” sino muchos, infinitos “Aquís y ahoras” que suceden al mismo tiempo. La locura total tender que explicarlo ahora mismo.

No habían querellas ya en cuanto a la “concepción” y aceptación de éste “concepto” Era un hecho ya vivificado y comprobado por la mente, mi mente.

Y me quedé ahí con esta centellante y continua introspección retrospectiva, por cosa quizás de un largo minuto, cuando finalmente, arribó una interrupción sonora familiar: el tono de marcado de vuelta a la realidad. “La llamada de rescate”. 

Me salí del baño, en dirección al teléfono, pero no contesté, no sabía cómo reaccionar, estaba aún digiriendo todas las cosas transmitidas por los otros seres de los espejos. Llegó mi amiga corriendo a la recámara y dijo “¡No, no contestes, no contestes!” Pero “¿Por qué no?” contesté automáticamente “¡Por qué es un número desconocido!” dijo ella visiblemente asustada.  “¿Y qué tiene de malo?...” contesté y de nuevo, de nuevo, de nuevo, vino otra vez la cáustica confabulación. La desconfianza. Los otros yoes dormían, sin poder defenderme o atacar. 

“Ok, ok, mientras no sea una llamada de Rusia o de Korea del norte, no contestes, está bien” le dije (y no sé de dónde sacaba esa disparatada irracional, quizá de recuerdos lejanos y borrosos de aquellas películas de malignos dictadores comunistas que habría visto en la adolescencia).

No contestamos, y casi tan pronto como dejo de sonar el teléfono de su casa, recibí una llamada liberadora. Mi contacto con la realidad: Era la voz de mi hermana, preguntando qué era lo que sucedía...


つづく
Continuará...
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