lunes, 28 de julio de 2014

Superando la Terribile Fobia a las Tarántulas (Primera parte)

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Llegó el día. No hubo preparación psicológica previa. Sólo una pesadilla ultimátum muy similar a la parálisis del sueño. Una parálisis del sueño que duró unos 10 tormentosos minutos.
En dicha parálisis no hubieron almas en pena, súcubos o monstruos astrales parecidos a los dementores salios en la película de ese maguito maricón de Harry Potter. No, en dicho cuadro pesadillezco intermedio entre el sueño y a vigilia, los crueles visitantes nocturnos fueron, como era de esperarse, esos oscuros, enormes y pesados, crueles arácnidos peludos, de mandíbulas que atraviesan carne, hueso y alma. Pesadas, cautelosas tarántuas trepando y paseándose a sus anchas sobre toda la extensión territorial de mi piel.

Ya había pasado en casi 25 años de vida, con poco frecuentes pero intensos malos sueños que trataban sobre tarántulas cabronas, desde las de rodillas rojas, de neón, Goliath, de las negras sin nombre, Tarántulas con luces de fuego infernal contenida en sus ojos, tarántulas gigantes, desde el tamaño de un rottweiler hasta de casas de dos pisos de altura. Ya había pasado por episodios oníricos terroríficos, spaventosos en donde era también enterrado vivo en un ataúd lleno de tarántulas encabronadas, había confrontado a tarántulas voladoras, tarántulas escupe-fuego, tarántulas que se auto-inmolaban con algunos micro-megatones de potencia explosiva, tarántulas sabias (pero cabronas, emisarias del ángel de la muerte, o al menos de lo desconocido más allá del abismo).

Y sí, había escrito esos sueños, además de reflexiones introspectivas, tratando de averiguar el origen de tal terror irracional.
Sí, logré llegar al origen y a las causas posteriores de la agudización y recrudecimiento del mismo. Pero aún así, aún con las reflexiones y meditar sobre la naturaleza de las tarántulas no era suficiente. Estaba en un punto en que ni siquiera podía ver a un ejemplar tras la seguridad protectora de un cristal o peor aún, en documentales sobre la vida salvaje, acechando, cazando, torturando y engullendo a un pobre animalito despistado. No, no podía visualizarla sin sentirme intimidado, acojonado, burlado e incluso agredido. Imaginaba a las tarántulas enviándome mensajes telepáticos que decían "Tú eres el siguiente, nena" "te veré en tus sueños, mariquita" "A media noche me llevaré tu alma" "¿¡En dónde está tu hombría, en dónde está tu Dios ahora, jahaha?!"

Ya, ya estaba harto, hasta hace dos semanas, de tener que lidiar con ese terror infundado que no hacía otra cosa que robarme energías y tranquilidad.
No es tampoco que me gustara ponerme a pensar sobre ellas, de hecho nunca lo hacía, sino que simplemente volvían en forma de cruentas pesadillas.

Así que sin más, me enteré que una amiga de aquellos decadentes y caóticos años de decadente y caótica universidad poseía una.
Sin tiempo que perder - y para acortar ésta historia, que ya tremenda pereza me da contar - y sin excusas que inventar, concreté una cita para confrontar a la autora astral de mis pesadillas, el rostro primigenio y demoníaco del terror mismo.

Así, el viernes 18 del presente mes, del presente año. Llegué alrededor de las 8:00 PM a casa de mi compañera universitaria, ahora psicoterapeuta que fungiría de torturadora psicológica.
La cosa, según mis planes radicales de sanación, se llevarían por pasos. Los cuales procederían como en la lista a continuación:

1.- Verla frente a frente, tras el cristal de su "casita".
2.- Tenerla frente a mí, con el diabólico arácnido en el piso.
3.- Colocarla en el pie (con zapato puesto)
4.- Dejar que ascendiera por la pierna, hasta la rodilla.
5.- Ponerla en la mano
6.- Dejar que caminara hasta el antebrazo.
7.- Hacerle que recorriera el brazo entero, hasta el hombro.
8.- "Estimularla" a que se anduviera paseando libremente por mi torso desnudo
9.- Dejar que hiciera su voluntad a través del cuello, nuca, cabeza, etcétera
10.- Colocarla dentro en mi "chakra muladara" o raíz de la virilidad.
11.- Dejar que me mordiera, para comprobar que no moriría ni que la toxina de su veneno liquidaría mis órganos internos, y con ellos mi alma y mi espíritu.


Total, que llegó la hora fatal, tardé contemplándola unos 10 minutos, que en percepción mía fueron escasos 10 segundos. Luego, dirigirnos a la fantasmagórica terraza, la cuál visualizaba como sala de ejecución, y al bicho peludo como una gigantesca silla eléctrica metálica y peluda de ocho patas, con un par de pedipalpos y colmillos capaces de penetrar acero y hacerte sentir la más horrenda, lenta, dolorosa, ácida y prolongada de las muertes.

Y bien, ya. Estábamos ahí, y mi amiga sacó con delicadeza a La Bestia Alfa y Omega del Apocalipsis. Y no ayudó para
nada que dijera "ésta no es como Charlotte, la hembra y ex-pareja de éste, el macho. Éste sí es agresivo"En esos momentos, la tarántula me resultó grande como un plato, que cada uno de sus pelos eran cuernos y picos propios de los espectros ambulantes de los círculos más profundos del infierno, su negrura del mismo color que las entrañas de Satán y su rostro... ¡Ufff! Fue devastador.
Sentí como me reducía de tamaño y como se me iban encogiendo las bolas y el falo se me retraía hasta volverse una cavidad vaginal sangrante. Ya no era más un hombre, ni un remedo de hombre, era una niña. Una nenita de 5 años recién abandonada por ambos padres y Dios y suerte.
Olvidé el lenguaje, recuerdos, ideas, pensamientos, mi nombre, mi edad, todo. En esos momentos era una chamaquita y una cucaracha indefensa a merced del sádico placer masturbatorio del terror andante de ocho ojos.

Repito, para no prolongar la historia, ni recrear mentalmente la angustia de la evocación, sólo diré que esa noche, luego de hora y media de estancia, de confrontación, solo pudimos llegar hasta el punto 6: Dejar que caminara hasta el antebrazo.

La cosa terminó. Agradecí con reverencia japonesa a mi torturadora y su amiga, quienes según recuerdo, sólo reían y reían ante la desdicha y actos patéticos de quién esto escribe, entre aullidos y sonidos propios de los delirantes recluidos en habitaciones acolchonados, arropados con camisas de fuerzas y antipsicóticos.

Recuerdo haber caminado un trayecto de medio kilómetro hasta la parada del camión con rumbo a mi casa, con gente viéndome pasar por la avenida, como si mirarán a Jesucristo en su viacrucis. En ese momento, el ego, los yoes estaban aniquilados, en shock, no habían voces en la caverna craneal. Sólo un rostro desencajado - supongo -, sin color, casi translúcido, y unos ojos que supongo en ese momento eran huevos reventados, con la clara y la yema derretidos.

Llegué sin saber cómo, al filo de las 11:00 PM al hogar mío. Como luego de un suministro de un 100 ml. de rivotril con prozac y valium, directo a la cama.

Al día siguiente, me desperté sintiéndome más hombre, más completo. Algo avergonzado por haber mostrado un espectáculo propio de Drama-queens de carnavales de transexuales sobredosificados con estrógeno. No es que haya llorado a moco tendido, que haya pataleado suplicando clemencia ni náh. Pero el simple hecho de haber retrocedido un par de veces, tartamudear, hablar a una velocidad aproximada de 280 palabras incoherentes por minuto, medio-temblar, hacer gestos de ser sodomizado por una pandilla de negros de Bronxs, haber tenido hiperventilación asmática, transpirar cascadas de sudor helado, aumento del ritmo cardiaco, sentir las piernas de plastilina y estar al borde del colapso/desmayo, todo eso, pues, me hacía sentirme algo...sí, cobarde.

Pero al menos no había llorado. Vaya, que para mí, ver llorar a un hombre es la cosa más deshonrosa y patética del mundo, merecedora de un sepuku o harakiri o lapidación con consecuente bukkake y orinada de enanitos sobre el cadáver del "hombre" llorón. Y vaya que había visto en ese programa sobre Fobias de National Geographic a varios hombres transformados en maricas de piel de pétalo de rosa cubierta de gotitas de rocío del amanecer.

En fin. Con todo esto, dejé de percibir terror. La fobia disminuyó su proporción. Dejó de ser fobia y pasó a ser sólo miedo amenazante, incrementador de la adrenalina.
Comparable con el miedo angustiante de saber los resultados de un examen en el que sabes que no estudiaste lo suficiente, y cuyo reprobar te haría repetir la materia, el semestre o en el peor de los escenarios: ser expulsado de tu colegio/instituto/universidad. Eso o estar en la sala de espera, siendo padre primerizo, esperando a que el cirujano partero y el gineco-obstetra atraviesen la puerta del quirófano, conteniendo las ganas de estallar en carcajadas, para darte la “buena nueva” de un parto exitoso, sabiendo que tienes altas probabilidades de que tu primogénito saliese deforme, enano, con síndrome de Down y Tourette, hidrocefalia, parálisis cerebral, jorobado, progérico, bizco, con cola vestigial,  pie plano, hermafrodita y para acabarla de joder, negro.



Decidí ir por la revancha y programé una segunda y última sesión. Ya que, al igual que con los saiyajins, luego del violento encuentro, mis fuerzas se habían incrementado, al igual que mi masa muscular, mi autoconfianza y determinación. Esta vez pasaría del paso 7 y sabía que después de la siguiente experiencia y desafío, me volvería aún mucho más fuerte, que el mundo sería distinto. Que ya no tendría pesadillas recurrentes. Estaba dispuesto a aniquilar ese miedo residual.

Hasta que, hace apenas 3 días, el jueves 24 de julio del 2014, a las 12:45 PM sucedería lo que fue el segundo y - por ahora - último adrenalínico encuentro.
Pero como ya escribí mucho y eso da para otra cardíaca y panchosa historia, dejo de teclear hasta aquí.

つづく...
Continuará...
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