martes, 21 de enero de 2014

El día más feliz de mi vida

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Resulta que durante la década de los noventa del pasado siglo, en Cadereyta N.L, existieron unos seres fantásticos, mitológicos y hermosos. Los seres más nobles de los que yo tenga conocimiento.

Estos seres eran llamados comúnmente "camaleones" (aunque no tengan la capacidad del camuflaje) ahí en aquél pequeño pueblo del norte de México. Su nombre científico era "frinosoma corotata/coronatum. También entre los conocedores del tema, es llamado adecuadamente "sapo cornudo o lagarto cornudo.

En aquén entonces era niño, y como todo buen pequeño explorador fascinado, interesado por develar los misterios del mundo, me aventuraba en los áridos y extensos montes de Cadereyta. Siempre teniendo en mente ideas de que encontraría tarde o temprano, lugares y seres de ensueño, como oasis, portales dimensionales, fantasmas, espíritus de la naturaleza, e híbridos de humanos con insectos, cosas así.

Y sí, las expediciones diarias a altas temperaturas a los confines de las tierras cadereytanas llevaban eventualmente a encuentros con seres reales e imaginados ( quizá los calores y fluctuaciones geomagnéticas que rompían termómetros y brújulas provocaba alucinaciones ) hacían que las salidas con amigos o en solitarios resultaran fructíferas, exitosas.

Eso y las imaginaciones frescas de unos críos apartados de la civilización carente de alma, corazón y mente propia.

A veces volvía a casa con "insectos-palo, viudas negras, capulinas (sí, allá son dos especies distintas, aunque emparentadas), alacranes, serpientes de cascabel...

Reflexionando ahora, me resulta increíble que nunca haya sido letalmente mordido o picado por algunos de estos bichos del desierto. 

Entonces, decía yo, fue durante las 3:00 PM de un sábado allá por 1994 cuando tuve mi primer encuentro cercano del primer tipo con uno de estos "camaleones", lo tomé entre mis manos con familiaridad y alegría. Lo llamé "Anquilito" en honor al Gran Anquilosaurio, del cuál era descendiente, y lo llevé a casa. En casa compartí recámara,  viajes a la la escuela, la ciudad, al norte y al sur del país, y así. Hasta que - con el correr de los meses - se extravió (quiero pensar que logró fugarse con éxito de la pequeña casa, para él inmensa cárcel).

Esto me hizo interesarme más, ya no por los artrópodos e insectos, pues ya tenía tantos conocimientos en la materia como para ser todo un pequeño entomólogo, sino por el fascinante mundo de los reptiles. ¡Ah! Los descendientes de aquellos monstruos que dominaban la tierra hace millones de años, antes de que los mamíferos vinieran a arruinar el balance del mundo.

Se hizo 1995, tenía ya 10 años y estaba en quinto de primaria. En aquél entonces aún no había internet y los únicos modos de obtener información en aquél remoto lugar era buscando en los libros de los estantes de la casa y de la biblioteca municipal.

Ni tardo ni perezoso fui a intentar descubrir todo lo referente al "frinosoma" sin tanto éxito, pues la información referida era superficial y no pasaba de "su modo de defensa contra los depredadores es disparando chorros de sangre por sus ojos" (Más tuve la grata fortuna de que nunca me consideraran un depredador, y si lo fue sí, quizá fui el depredador más amoroso, servicial y proveedor para con ellos) Y aunque yo ya sabía que comían única y exclusivamente hormigas y que bebían poca agua y de sus hábitos de descanso y de sueño. Quería saber más, como era su interacción con los de sus especie, con el sexo opuesto. Como era juntar dos, tres, cuatro, veinte. Esto resultaba tan excitante que no quería perder más tiempo sólo imaginando. Tenía que tenerlos, poseerlos.

Decidí a aventurarme y buscarlos personalmente, aprender de ellos. Se me hizo un emocionante rutina el llegar de la escuela y - luego de comer con prisa, imaginando los encuentros con los pequeños saurios - salir de casa a "cazarlos" (es decir, atraparlos, y que nunca me pasó ni me pasará por la cabeza el atreverme a hacerles daño).

Fue así como, con el correr de los meses llegué a tener media centena de estos hermosos animalitos y no tardaron algunos compañeritos de la escuela en unirse a la "cacería", más no todos corrían con la misma suerte de toparse con algunos, pues no sé, para poder verlos había que tener la mente en blanco, es decir, debido a sus colores, se mimetizaban con la tierra y como son muy estáticos, pasaban desapercibidos. Entonces debías ir con la mente de un monje zen para poder percibir cualquier lívido movimiento y sonido proveniente de entre las rocas y los arbustos (había que tomar precauciones y estar alerta, pues en esta empresa, las serpientes de coralillo y de cascabel - cuyas conocidas toxinas son mortales - era ocasionales protagonistas de terroríficas, pero de algún modo divertidos sustos y - afortunadamente esporádicas -  persecuciones  de infarto.

Y aprendí todo sobre ellos, sus reacciones a los sonidos de las melodías de la flauta mía (me gustaba tocarles la conocida danza egipcia para ver si tendrían efectos hipnóticos en ellos como esas serpientes danzantes que salen de jarrones siguiendo zigzagueantes las flautas de los encantadores de serpientes de la India y Pakistán), sus reacciones a las elevadoras canciones del disco "Cross of changes" de Enigma o las canciones de los álbumes Abbey Road y Magical Mistery Tour de los Beatles. Intenté la conversación telepática con ellos, aunque sin mucho éxito, pues en aquél entonces creía que este tipo de comunicación era mediante mensajes mentales  con palabras.

Aprendí a descifrar sus miradas: cuando estaban cansados, irritables, cuando querían salir, tomar el sol, comer, beber, escapar. De sus necesidades básicas, supe de lo que daban a entender por medio de sus movimientos, que defecarían, si querían espacio si necesitaban estar solos, etcétera. Lo que más me maravilló fue descubrir que también tenían sus sonrisas, reservadas a dos cosas: la satisfacción total luego de comer hasta el hartazgo sus manjares fórmicos y cuando ejecutaban sus danzas de cortejo. ¡Caray! Sus danzas de cortejo me resultaban bellas, mágicas. Todo desplazamiento y retroceso, giro, acercamiento, todo movimiento era tan sutil y cargado de energías hipnóticas. El apareamiento.

Todo en ellos era bello. Luego vino la preñez, los cambios anímicos (sí, las reptiles también tienen notables e importantes cambios, amigos), el desove, y todo lo que conlleva a la bienvenida de los nuevos pequeños lagartos al mundo.

¡Ah, que tiempos aquellos!  Más no fue sino, luego de haber logrado tener números alrededor de la centena, en 1996 que encontré al camaleón más bello de todos los tiempos. Era un macho y todos sus átomos, desde la punta de su cornamenta hasta la punta de los dedos de sus pies estaba hecho de oro, de oro eterico. Resplandecía, con la misma aura dorada de las auroras y los atardeceres Nuevo-leoneses, como la atmósfera irreal de quienes se encuentran tomando un viaje de ácido lisérgico en una tarde de Verano sobre las plays de Beirut.

Ese camaleón no tenía comparación. Ninguno de los otros machos por más grandes y dominantes que fueran, no podían competir contra sus formas, su pose, su actitud, sus miradas de Buda, y sobre todo su resplandor dorado. Tampoco hubo hembra alguna entre las que tenía de mi harén de camaleones que tuviera ese encanto sutil y seductor que tenía él.

Estaba embelesado con su imagen y ciertamente le adoré, así como la gran mayoría de los camaleones que tenía en casa. Los machos parecían respetarlos y las hembras lo seguían, aun cuando él no mostraba el más absoluto interés en "socializar" o interaccionar de maneras más íntimas.

Cuando hablo de él, él que no tuvo nombre, pues no podía hallar un nombre digno apropiado a su belleza física y espiritual, hablo de que ya sólo tenía unos 16 lagartos cornudos en casa.

Era toda una tremenda tarea y labor el tener que formarlos en grupos para ir al hormiguero a hacerles comer, a llevarles a que tomaran sus baños de sol, etcétera.

Más, con el pasar de los días, el pequeño camaleón de origen divino se resistía a comer y beber. Mientras todos los demás lo hacían sin aparentes problemas, él se quedaba quieto, cerraba los ojos y se quedaba buen rato así, inmóvil, ni siquiera intentaba escapar.

El pobre se veía triste, y en efecto, adelgazó. Y la peor de las angustias vino cuando, no sólo había pasado de ser el Buda Chino rechoncho de la prosperidad y la abundancia, o el iluminado y resplandeciente Shakyamuni, sino el Buda asceta y esquelético, sino que había perdido su característico y regocijante tono y fulgor dorado de su piel, y el brillo de sus ojos. Me lastimaba profundamente verlo sí, e intentaba cualquier método para animarle, reanimarle: Lo acariciaba de más, le procuraba la mejor de mis sonrisas, le contaba chistes, intentaba la telepatía, transmitirle vibras positivas, lo dejaba tiempo extra bajo el sol, le daba prologados baños con agua tibia, esperando que, tal vez así, bebiera agua. Lo colocaba junto a todas las hembras para ver si así podía provocarle algún estímulo placentero que lo animase a vivir y brillar. Más nada.

La cosa estaba mal, él empeoraba y yo me sentía terrible. Malo, como un tirano y como el más imbécil de entre los imbéciles que no podía hacerse cargo del bienestar de una pequeña Gran criatura. También llegué a perder el apetito y los ánimos, pues estuviera en la escuela o afuera con mis camaradas de infancia, no podía dejar de pensar en él. En que llegaría y lo encontraría aún más flaco, con débiles inhalaciones que hacían entrever sus frágiles costillas. Me aterraba y me deprimía la idea de llegar a casa y encontrarlo sin vida. Ya que en los últimos días, y ni siquiera quería abrir los ojos, y cuando lo hacía, ya no veía más los brillos de la vida, sino agujeros, vacíos.

Y yacía ahí, apagado. Ya no era más un sol encarnado en camaleón, ya ni siquiera un camaleón, sino un estropajo.

Fue así que una tarde de abril a las 3:00 PM, la misma hora en que había encontrado a mi primer camaleón dos años atrás, decidí dejarlo en libertad, esperando que pudiese reunir las fuerzas suficientes para arrastrarse al hormiguero más cercano y probar por fin bocado. Fui con un caminar lento y pesaroso, sin despegar mi baja vista de mi "objeto" amado que yacía cadavérico entre mis manos.

Luego de recorrer un camino que parecía un océano de espigas en un retirado monte, a tres kilómetros de mi casa, llegué a una pequeña colina y ahí, con el viento fresco - cosa rara en aquella época del año y lugar - atravesando ondulante nuestros rostros.

Me hinqué con lentitud, lo coloqué en el suelo, con tal delicadeza, como si se su cuerpo estuviese formado por esas flores llamadas "diente de león" y lo entregué al suelo.

Contemplé al pequeño ser, tendido, y no pude pronunciar otras palabras más que "perdón" seguido de un "por favor, vive".

Y en seguida, después de haber dicho la palabra "vive" el camaleón abrió sus ojitos con lentitud, alzó la cabeza, me miró y vi por fin como recuperó sus brillos de vida en ambos ojos. Su piel pareció encenderse nuevamente y casi estoy seguro de que escuché su corazón palpitar con alegría, y el mío, latiendo al unísono. Llenos de vigor, de vida.

El viento pareció también alegrarse porque sopló más fuerte, desacomodando mis cabellos. Y entonces, como todo lo que rodeaba al precioso lagarto, como magia, se levantó de su posición derrumbada, me miró diciéndome sin palabras, clara y sencillamente "gracias"

Sin remordimientos, sin exigencias, sin nada, sólo un "Gracias", dio la vuelta y - como si nunca hubiese perdido sus fuerzas - se fue corriendo a toda velocidad.

Me iluminé, y también en un arranque irracional me fui corriendo todo el monte, camino de regreso, atravesando arbustos espinosos y enormes olas de espigas, todo el trayecto hasta mi casa, al igual que el camaleón, a toda prisa, llorando y riendo a carcajadas. Todos los tres kilómetros sin parar.

Sintiendo la agitación, los pulmones incendiados, la falta de aire, pero sin parar. Corriendo y corriendo y soltando lágrimas de la más pura felicidad, riendo, carcajeándome como si hubiese visto la escena más graciosa de la historia del cine.

Finalmente, cundo llegué al hogar mío, completamente fuera de mí. Sofocado, con los tendones y las articulaciones de mis piernas adoloridas, sudado y sin poder agarrar aire, y sin dejar de reír y sonreír, tomé a todos los demás camaleones que tenía en la recámara y los dejé en libertad en otro lugar del monte que estaba frente a mi casa.

Ese día a esa corta edad comprendí que sólo cuando somos realmente libres podemos encontrar el amor de verdad y que el verdadero amor te hace libre. Incluso libre de desear el amor de verdad.

Ahora cada vez que encuentro en mi camino algún otro ser de la creación, llámese pájaro, iguana, basilisco, perro, gato, zarigüeya, lo que sea, sólo saludo, y ocasionalmente si uno de mis acompañantes trae consigo cámara le pido que nos tome fotos juntos y vuelvo a dejar al "hermanito/a" en donde estaba, continuando cada quien nuestro viaje. 
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Y es que continuamente se nos dice que cuando se ama a alguien debes demostrárselo pasando todo el tiempo con esa persona, procurarle el mayor número de cosas, de satisfacer sus necesidades y apetitos. Que es propio del enamoramiento. De hacer todo lo posible para que quiera mantenerse a nuestro lado. Y se insiste en que el afecto debe ser recíproco, que para lograr ese afecto recíproco, debes entonces esforzarte en lograr su atención y su cariño.

Si le sumamos a esos tétricos temores infundados, la presión social de que debes de tener una pareja, unirte a ella en sagrado matrimonio y fundar una familia sin existir un verdadero deseo de querer ver y hacer feliz a tu pareja, dejándole ser como realmente es, vemos como, al igual que el camaleón de mi historia - con el correr del tiempo - una o ambas partes van perdiendo su esplendor inicial, sus ganas de vivir. Se apagan los brillos de los ojos, las risas, los deseos sensuales, los ánimos, las ganas de probar cosas nuevas. El mundo alrededor se torna gris. Se pierde la forma física, la salud, la alegría de los frescos y mágicos días de juventud. Todo.

Y la cosa se complica aún más cuando uno no sabe quién y que se es realmente, y sobre todo, de los potenciales casi ilimitados que se poseen.

Pero para eso, para saber qué y quienes somos realmente, y para conocer la verdadera libertad, tenemos que atrevernos a conocernos, a pasar tiempo a solas con nosotros mismos, sin temores, ni presiones. Identificarnos e identificarnos, saber que en realidad no somos dueños de nada ni de nadie y que tampoco somos posesión de nada ni de nadie. Si queremos conocer lo que en verdad es la liberación y la libertad, debemos antes haber sido ambas cosas: oprimidos y opresores. Y sobre todo, perder el miedo a la libertad.

Porque hay pocos sentimientos más bellos y dadores de felicidad, que el de la libertad. La libertad de ser y elegir. Sí, eso y hacer felices a quienes amamos, dejándolos ser y dándoles la libertad de que encuentren su camino. Y ahora que si el camino del bienamado se intersecta y forma uno sólo con el nuestro con total naturalidad Pues ¡¿qué más!? ¡Bienaventurados!
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